martes, 16 de febrero de 2021

El tren y la mujer que lee su diario

 El nimbo de la oruga,
el pantocrátor,
la candencia de un insecto
rotando en círculos
-la noche existe-.

El humo del cigarrillo navega en tu perfil,
son raíles y ventanas que recitan la canción del aire,
el silencio de la niña, la mujer prístina bogando en la luz,
espíritu de hadas.

Mi vena y un tren de amapolas,
qué ángulo en la penumbra,
qué idioma extraño nos divide en cáliz y asombro
bajo la linterna ambarina de este vagón sin vértebras.

En el papel que acoges con manos de lienzo
hay un dios que seduce a las calaveras,
estatua y jardín, almendros y celosías,
la voz de Belcebú y el sin querer de los miriñaques
como estelas en un árbol fingido.

Y yo, verdugo del cristal
mientras late el hierro en busca de una isla de playas azules,
martirio de los ejes cuando los pájaros se acercan
y es un desliz su elipse en el negror,
amigos sin pupilas que murmuran lo inalcanzable
a la velocidad del tiempo y las anémonas.

Rezuma tu ser jardines colgantes,
y lloran las arañas y el ratón olvidado me acaricia los tobillos,
ahítos de tu letanía de palabras ciegas
-solo tú lees en el arco iris de la memoria-,
el arcángel vive en ti como un monje
que besa la cruz donde el índice de tu presente se acuesta,
este aire sabe que los designios son fulgor
y no segundos opacos que se licúan en la clepsidra.

El tren tiene huesos, acero y formol, un anuncio de bielas y púrpura,
la chispa en los omoplatos que, inmisericorde ,
traza otra vez el camino del yugo.

El viaje concluye en una estación de álamos grises,
ahora, por fin, tus ojos se izan, el diario calla,
las puertas se abren y tú te vas con mil historias en los senos
y un pasado reciente de páginas aún por escribir.

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