Es tan ingrávido el sello de belcebú,
miasma de latidos en la sempiterna sinfonía de los álamos.
Ruido en las bocas como alambres que vibran en la
rotundidad de la noche.
Este sendero de hormigas alucinado, la reverberación
de las fuentes, el sol unigénito, dragón de hilos flamígeros
que doran la espuma de mis ojos con alacranes de
ensueño.
Hasta aquí la pared donde escriben los poetas las
dudas del insomnio,
poseo olas bravías en diez litros de ardor ambarino,
tengo lápidas del corazón con alfiles amargos,
espío al atardecer las ventanas híbridas
donde insólitas estrellas copulan, se sumergen en la
honda
oscuridad de las vértebras, en su raíz de vida.
Pero yo ejerzo hoy mi cruz de ángel anfibio,
escojo los bares que me odiaron, bebo y escupo mi caridad,
anclo mis ingles en las gónadas de la pulcritud,
me exhibo en el tiovivo del fulgor, me abandono
al alcohol de los últimos herejes.
No hay calidez en este abecedario de palomas rotas,
persigo asteroides en cubos de hielo y es tanta la
lejanía,
tanto el vigor del hastío, que en mi ajedrez me ilumino,
con aguardientes de asfalto, innumerables como báculos de brujas
tras la hoguera del tiempo.
Al fin, hay un haz que me busca,
el metal del auto, sesenta míseros caballos que
galopan,
y pienso en la armonía de las cuadrigas, en la fe cósmica
de las implacables legiones, en la flecha que en su
perfección
atina con la robustez de un tronco blanquecino.
Cabalgando este buitre de acero, insomne y perdido entre
sus nalgas,
la carretera es una vena de árboles en fila junto al río,
curvas como cuévanos dulces, la luz de los faros,
centinela que traiciona el horóscopo
y me conduce hasta los racimos de la sangre.
Nunca pensé morir con este rumor, tan viejo,
tan alegre, del agua, en mis oídos.
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