Hay un lenguaje de adioses,
una música de timbal
y una voz neutra.
El aeropuerto languidece
como un gran pájaro dormido,
dos de la madrugada,
las luces parpadean sin fe,
la brisa se arropa
en los semáforos,
calles fósiles,
el brillo de la luna
y el silencio de la noche
como un gato en celo.
El hotel es una flor blanca,
cartón piedra,
cal y la nomenclatura del ardid,
la playa y su ronquido
de olas clandestinas.
Qué duerman bien los señores
-se despide con amabilidad de plástico,
el veterano cómitre,
diligente-.
Habitación catorce
-mi amor-
tercera planta,
sin vistas.
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