Juan se encoge en la silla y es el vaso un dique.
Ana usa el cristal oblongo 
para mirar a ciegas 
lo que su espalda no ve. 
A Ramón le sudan las manos, 
el vidrio entre sus dedos resbala 
como un liquen de mar. 
Rosa y sus muslos, 
cómo entrecruza las piernas,
qué pulida la piel, 
cómo brilla el tesoro 
que anuncia su falda de cuero, 
dibujos de alcohol en las bragas de invierno. 
Jaime llora y bebe de un manantial verde, 
noventa grados de olvido, 
para él, una noche invisible. 
Todos hablan y ninguno calla, 
todos son ángeles sin cielo. 
Igual que pastillas azules en lenguas de esparto, 
lo mismo que jinetes en la bruma 
aquellas horas fúlgidas 
en los ríos de napalm,
la vida.
 
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