Hay una herida sin fondo en cualquier portal.
Sombras que habitan la singularidad del tiempo,
pisos invertidos que ocultan su horror y su tiniebla.
El que sale a la movilidad insípida de una mañana húmeda
recibe el constante discurrir de las gotas en su frente ajada,
su faz recoge el cargamento virginal de la lluvia
bajo la cornisa que, brevemente, le cubre.
Ropa sin bordados en julio, jeans, camisas blancas,
un pantalón mutilado orna las piernas velludas,
los pechos insinuantes en blusas de licra o de algodón,
telas limpias como una oblea
antes de rozar la promiscuidad de los labios.
Y si es la noche de diciembre la que viste la calle
yo me altero y escribo en los muros
que mi corazón esperaba la ceniza de la luna
o proclamo que este aire, ansioso y frío, pone flores en mi piel,
flores punzantes de agujas de hielo.
Y siempre el mar o la palidez de los jardines
y más allá-en la febril bocanada del estío- los bares últimos,
las sonrisa de las estatuas, la paz de las gaviotas,
el escupir ordenado de los focos
en la actuación musical que no cesa.
Y siguen mis pasos a unos pasos de mujer,
sin quererlo, inercia, tal vez, de un ánimo solitario
que quiere escuchar como repica en los adoquines
el secreto de la belleza y el temblor;
la vanidad de una mirada en el cristal insomne de un comercio
y el mutismo del anciano que fue en su juventud
el primer atleta de su clase.
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