¿Será posible el silencio?
La luz no es oro
sino moléculas sucias que danzan
como en una locura de aullidos.
Casi no hay muros ni cristales en el edificio desmembrado,
un quejido se repite entre ecos de estertor,
salmodia fúnebre en los labios últimos.
El niño se pregunta otra vez, ¿será posible el silencio?
Descubre bajo los escombros un juguete de madera
que le labró su padre un domingo de abril.
Su padre que ya está muerto,
como su madre y los otros hijos de su madre
sepultados por una bomba de azufre.
Recoge el pequeño objeto, un automóvil tosco de caoba,
sin ruedas, tintado con colores alegres: rojo, azul, amarillo.
¡Es tan fácil que en un niño arraigue
de nuevo la ilusión!
Porque ahora viaja, sí,
viaja moviendo con sus pequeñas manos el aire,
asido al auto como a un brazo o a una liana que le lleva a otro país,
a otro tiempo, a otro lugar
lejos de la barbarie.
No ha comido en días, no se ha lavado,
sus ropas revientan de suciedad
y están tan rotas como su alma.
Al cerrar los ojos ya no vive allí,
ya nada le podrá hacer daño,
aunque suenen de nuevo las sirenas
y gritos de terror inunden las calles
y silben las balas
y los cañones escupan toda su miseria
en hospitales y escuelas.
Al niño no le importa
porque ha dejado de ser un cuerpo entre el horror,
porque en su imaginación juega en un parque
y hay paz y hay futuro
y, por fin, hay vida para las vidas.
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