El clamor de la lluvia se arracima en el cristal.
La casa supura un halo húmedo,
un aire plomizo, inmóvil sobre los muebles sin voz.
Este invierno es pálido y no hay en él
el corazón de otros inviernos.
Bajo los paraguas
descarnadas gabardinas transitan el río de las calles,
se alían como banderas que buscan la piedad de un soportal
o el limpio pasillo de las cornisas más altas.
Apenas la luz se posa alicaída en la tierra,
en los tejados, en los laberintos de las avenidas,
en los huertos, en los arrabales,
en la terraza que se inunda de un gris ciego.
En algún lugar la nieve flotará con su volátil precipicio de agua,
blanda como un beso de humedad y vida,
dejando un paisaje de blancor en los iris.
Diciembre de labios agrietados por la escarcha,
diciembre de mistral sonoro en los intersticios de la memoria.
Otra vez el rito de los músculos que se contraen en las mañanas oscuras,
y las luces de navidad
y la ilusión en la voz de los niños
y el lento declinar de los años
sobre esta pluma que hoy escribe en silencio.
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