martes, 20 de agosto de 2019

El beso de la muerte

Hay espejos que son catafalcos transparentes,
en su raíz la historia de una rendición,
las cenizas invisibles como signos que nadie ve,
símil de futuro en el azogue.

Si te arrodillas tiembla la curva del misterio,
el grosor de los tulipanes en el estuco blanco,
un ejército de hormigas desorientadas por la luz.

Vive dentro de los cromosomas que te alientan,
en los suburbios más profundos de tu ser
un rincón de aspas incandescentes acuna el viento del éxtasis.

Altos alambres en los labios y una razón en la mirada.

Ya ves, a la vieja nunca le sonrió la suerte
-sobrevivía como un gorrión herido
entre losas húmedas y huesos de santo-
arrastraba el humus o el carrito de metal
que entretiene la vida,
aquí y allí como un sonajero triste.

Deja un salario de humo en su testuz,
deja el tacto del papel
en los bolsillos sin fanal de la penuria,
que toquen los perfiles del cobre
las manos ajadas de la sinrazón.

Y llora, sí, llora como el monstruo de ojos suaves,
de piel suave, de rubor suave
que eres;
pon tu óbolo oscuro
en las mejillas de la parca
y recibe la noche igual que un pan recibe el alma del fuego.

Esconde tu sed en los nidos de esparto
porque hay rasguños que te besan como sonrisas de arcángel,
apenas un rocío de luz en la siniestra exactitud del tiempo,
una flor que en el incendio flamígero
escucha el suspiro amable del adiós.






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