Están ahí desafiando a los relojes con su persistencia inmune
a los ciclos del tiempo.
Algunas son queridas porque su huella invade la memoria
y es como si en un presente infinito reflejaran el tacto primigenio
de los orígenes, con su forma intacta, y su virginidad de niña
sin el abrigo de una piel que las cubra.
Pero las hay hostiles porque el recuerdo las convirtió
en llaga de desamor o porque sufren el luto del olvido
y se vuelven hacia si como hacen las flores tímidas del verano
al morir el sol cada día.
En mi cajón sobreviven las más pequeñas, los llaveros y las insignias,
las chapas y los colgantes, el amuleto que nunca me dio suerte,
el primer poema que escribí con caligrafía de niño, algunas fotos
de juventud y aquel trébol de cuatro hojas
que una noche de abril grabé en mi piel por ti.
En ellas se posa el polvo de la ausencia con su pátina de olvido
y son hogar de arañas y de humedad, víctimas de una luz
que pone nubes de tiempo en su alma invisible.
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