El gorrión salta, picotea en un abril que florece.
Qué día ardió en el azul, qué luz encendió el viento
del azar, qué musculo sin latidos volvió a la fragua infantil
del estupor. En tu parque el lago de las carpas verdes,
la huella de los perros es como tu rostro difuso, multiplicado,
un patín eléctrico da vueltas sobre sí como un eje sin paz.
Conversaciones que han caído de los árboles, carozos
ya maduros en los labios, invisibles al contraluz de la tarde,
las palabras bajo el rosal se estrellan y gimen como si fueran
moléculas de sangre en el ardor vespertino, como ninfas
que llorasen por las manzanas de oro, igual que el álamo
y la conífera, que la pérgola y el pino, que el metrosidero
y su voz de alguacil enfadado, tú te muestras así, cómplice,
tenaz. Y la grava y el dibujo de la rayuela, los botes sin velamen,
los tenderetes de algodón dulce, maní, palomitas y piruletas
con perfil de espiral. El silencio visita a la sombra en el lugar
más apartado del jardín, un palacio de láminas de vidrio
-bajo él un sueño de faunos- y un aire cálido como de agosto
sin amanecer, la estela de los patos sobre las algas ocres
con islas de pan húmedo, y un racimo de palomas adueñándose
de una plaza equinoccial. Siempre que regreso a este mundo
sin horarios ni citas recuerdo tus lápices de colores y aquellos
garabatos que tú, lentamente trazabas, sobre un cartón amarillo.
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