Me duele ver cómo se suicida la lluvia,
la lluvia que siembra espigas de agua en la luz,
los murciélagos sobre las torres de los viejos campanarios,
el llanto de las lagartijas sin sol.
La luna, oronda como un niño albo,
flor en las marismas del tiempo,
vaga como un pájaro en su hemisferio,
deja el rocío de diez manchas en mi iris,
se desnuda, ¡ay se desnuda!,
blanco pétalo, élitro de ceniza
que reluce como moneda en el firmamento.
Acacia de nieve que acompaña a la sombra,
de piedra el laberinto, la risa en el cristal,
los incendios perdidos del amor
cuando tu llave era una atmósfera de sueños ciegos
al lado sur, de frente un mosaico que nadie toca,
el azabache, negro como un beso triste
se derrama,
se confunde
con el agua que levemente cae,
se adueña del fulgor de las farolas,
late con su corazón ambidextro bajo las pestañas de abril.
Tú sabes que los meses son círculos infinitos,
así lo dije entre los cantos de la luz,
así lo escribí sin querer, con la pluma de aquella paloma
tan próxima a la herida, escribí: canción, noche y muerte;
tres palabras que han visto a la carne tierna y a la carne estriada,
al lloro y a la furia, al frío que ahora es un largo candil
que ilumina mis pasos, mis ecos, mis alas ocultas,
mis rosales en las axilas, mi ratón en el bolsillo,
mi sed de retozar entre flores que muerdan,
que claven su narcosis irreal en los ojos,
para que así despierte con la ilusión de haber soñado otras vidas.
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