La casa es sangre, luz y acantilados,
la casa dormida a veces en la seda azul,
la casa sin piel, corazón que late aún vivo,
lágrima en el ventanal, eclipses en los espejos
que no dejan ver el sur del tiempo.
La casa es un maniquí enjalbegado, con flores y abalorios,
con jardines de misterio, con almanaques perdidos,
sin memoria, sin la lucidez del presente.
La casa es un pétalo caído sobre la multitud de los pétalos,
hogares al trasluz como negativos de un fotograma ciego,
una pregunta bajo el sol, el círculo que no se cierra
porque le muerde la vida, la espuma de los horarios
y si coincide el eco de la luna nos veremos,
como atlantes de una isla cercana,
oculta como un tapiz bajo otro tapiz que sueña.
La casa, caracol invencible que ama la sombra,
visillos rojos en mis pestañas se dejan ir como un río
hacia la orilla del pasado que es una orilla sin sol,
hacia el vientre de las anécdotas, y las voces limpias
y el amor fértil, y la calma y el suicido del miedo,
y la gloria que tiñe de alcanfor las habitaciones,
culmen de estos lazos innúmeros,
vínculos como costras que rocían, incansables, la última piel,
canciones tarareadas en los automóviles, en las cocinas,
en los estigmas de una celebración, en las duchas,
en los etéreos jardines de las rivalidades,
en la oscuridad solitaria, en el nido sin pájaros.
La casa aún existe porque quien recuerda le da la vida.
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