La piel de la niebla habita en mis ojos.
Qué contorno,
luz sin sombra,
se hundió en su vientre de agua gris,
qué horizonte oculta su velo de alga,
qué ayer vigila desde el ombligo invisible
como un azor de alas húmedas,
como una mano fría
que se posa
en el arrebol de mi rostro.
Su faz es aire que me posee,
aire de abril
y lluvia alerta,
en mi sangre es vaho que empaña los secretos del corazón,
en mi boca una nube difusa que encontró por fin su patria,
sin espacios libres,
sin la corona de los montes
sobre el anillo esponjoso
de su materia irreal.
Y si penetro en su envoltura
el frío de la memoria revive,
y, sin embargo,
al fondo,
descubro calor,
calor de infancia,
vestigios de pasión,
un abrazo de dos
que no acaba.
Y, siempre estás tú,
carne que reluce entre las palomas de la humedad,
faro de mi isla escondida,
sol que con su aliento aparta de mí el rumor acuoso
y te deja clara,
con la blancura feliz del estío en la piel,
y una rosa de luz en los párpados.
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