Fui devoto de Lee, nunca de Wrangler.
Usé fulares que brillaban en la noche,
chaquetas de borrego, botas altas
y con la lluvia la inevitable gabardina
que intentaba parecerse a la de Colombo.
Jerséis de lana de distintos colores,
mi madre y sus agujas de plástico
me vistieron de un arco iris eterno.
Odié las camisetas de tirantes
desde que vi a Brando en un tranvía
llamado deseo
martirizar a la desquiciada Blanche.
Mi ropa interior no tenía dibujos,
era lisa y blanca como de anuncio
de un popular detergente de los años
setenta.
Pantalón de pana y americana a juego en
las reuniones del partido,
yo solo quería ser el más progre entre
los progres,
parecerme a Felipe González.
Abro el armario y no veo ya mi juventud
en su interior,
hay un vacío que se llenó de prendas
oscuras,
de tejidos sin alma.
En un baúl del sótano quedaron las otras,
cuando crezca Juan
se las enseñaré, por si alguna tarde aburrida
él quiere vestirse de mí.
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