Era mi sombra quien caminaba este día de otoño.
Recobré la memoria del tiempo,
la del tren que unió los silencios,
la de la luz sobre los árboles,
la de las hojas caídas,
arremolinadas por un aire de octubre.
Caminé la estrecha rúa que antaño eran solo cantinas,
hoy restaurantes de diseño con menú del día,
tiendas de souvenirs donde el peregrino
compra un sueño, el azabache y la plata tras el cristal,
alguien-hombre o mujer- reproduce ante un grupo sin forma
su salmodia de guía con voz de arcángel.
Y yo le sigo, hasta el altar barroco, en la bancada
restos de un lenguaje conocido, extraño aquí,
portugués, quizá, por el dulce arpegio que sube y penetra
la hendidura del órgano.
Le rezo al Dios que aún no conocí y soy murmullo de soliloquio,
resplandecientes la bóveda y el santo, los turistas como un enjambre
de abejas multicolores disparan sus flashes, los móviles
son ametralladoras que matan el fulgor de la vida.
Al salir conté los peldaños de la escalinata-veintiuno-,
la fuente seguía allí con sus caballos de piedra,
de sus belfos manando hilos de agua que lloran.
Tú que fuiste lluvia hoy llegas hasta mí
con el manantial del amor oculto bajo tus labios,
como en el febril ayer, cuando la música te pertenecía,
como te pertenecía, también, el eco gris de mi nombre.
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