Te descubro
siempre que abro los ojos
y mi
pensamiento no está aquí
sino en la
llamarada de la vida donde fuimos
el sol que
quiebra la dureza de los horóscopos
con su
señal de agujas en la intemperie del azar.
Eres la
luna dormida entre el silencio de las rosas,
te veo en
la candidez de un perro que se aproxima
con tus
mismos ojos de paz, a menudo tu ritual
de niña insomne
me acompaña si al brotar
el rojo del
alba al fin te duermes.
Dejamos en
la ceniza de las horas una sed de infinitud
que vuelve
a mí cuando el desvelo cruza la flor
de las
historias que sobreviven a los espejos.
Hay un carrusel
que me recorre, un almanaque furtivo
que ya no
es, pero sus fechas son de plata
y brillan
como un corazón que tuviera
eternamente
una luz de faro antiguo
que jugara con
las olas infantiles de agosto.
Si escucho
tu voz, el acento de tu voz, la magia de tu voz,
el mapa de
tu voz, los sonidos me llevan a las orillas de la edad.
Hay un
túnel que no logro olvidar, entonces el fulgor de la juventud
me ilumina
y bajo la fe del recuerdo seguimos juntos
como si en
nuestras venas un solo latido alegre
nos
nombrara y fuéramos el aire que va del hoy
a los
instantes en que el resplandor nos cubrió
con un ala
que todavía esconde su desnudez de rayo
en el
vientre de tus párpados, que jamás se abren,
a no ser
que yo te mire.
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