Solo
adivino el trasluz, la vida es una metáfora
donde el
recuerdo tiene mil colores, mis horarios
de tarántula
no ven la claridad que se expande
como una
sábana de amor sobre la piel aún
abierta a
los círculos de los relojes. De repasar
los ritos
que son carne de este árbol sin hojas,
me queda un
llorar de pájaros y una nieve
prendida a
tu nombre ya borrado por el agua
de un abril
misericordioso. Mi vista me aleja
de la luz,
en mis anteojos de plata viven los ecos
de una voz
que recita fechas y calendarios junto a un mar
que murió
en los párpados de una canción sonámbula.
Y ahora
vuelven las habitaciones encendidas por tu cuerpo,
los mapas
que no conocieron otro río que la desnudez ágil
de un
oráculo, la fogatas que crepitaban en las noches
de julio,
el discreto perfume que desprende el arco
donde tu
oreja es un istmo de diamantes rojos, el breve
carmín de
la duda en la que estalla el ruiseñor del ansia
sin un
dique que contenga su trino febril. Pero, detrás
de mis
gafas de nácar, la edad es un muro y ya no hay serpentinas
que vuelen
sobre este cielo que se agota, se agota, se agota.
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