Después de trepar la llama
crepitando el dolor y la ceniza,
húmero blanco en el cenotafio,
llegas con herida de loba
y esmalte de cigüeña.
crepitando el dolor y la ceniza,
húmero blanco en el cenotafio,
llegas con herida de loba
y esmalte de cigüeña.
Te aproximas a mis huesos,
sobas mi carne,
duplicas el anverso de mi muerte,
luz de arcángeles,
ríos de ascuas en el cilindro de mi ser.
Reptas como un ciempiés
entre las arterias
y sigues al antílope en llamas,
metal fundido en el cuévano
donde el orfebre moldea tu signo,
la ingravidez hospitalaria
de los pájaros de fuego.
En un vértice fundes la verdad
con los estigmas del tiempo
y la huella,
eres tránsito de volcán,
alfombra incandescente que se vierte,
cálida,
líquida,
humeante como una nube sin vértebras.
Te espero
en mi perfil,
en la nalga triste,
en el rincón sin espías que es tu nido,
tú
el silencio inconmovible,
la razón de la esperanza,
la nada en el humo de mis pensamientos,
el sigilo moral
que no desespera
cuando en los ojos la altiva necrosis resplandece.
Me vuelvo hacia ti
con mi podredumbre,
mi pasión,
mi sensatez,
con la virginidad que aún existe entre mis ingles,
demasiada piel
para tu etérea singladura.
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