miércoles, 22 de abril de 2020

Vacaciones de infancia



Todos los recuerdos han vivido y han muerto.

Surge, brota, la candidez de una bicicleta amarilla,
doblada como una interrogación,
escondida en el vientre frío de un auto.

Vacaciones de agosto,
la luz es distinta, el aire huele a espigas y a retama,
a muérdago y mies en los campos.

La aldea parece un seno ocre,
la cinta del río- el manantial cae desde la peña,
cristalino como un ópalo,
musical como un arrullo-
los altos robles cimbreándose al viento.

Abuela espera con su blusa lila,
las manos entrecruzadas
como rogando a la vida otro placer simple,
sencillo, frágil...

Aquí estoy-le digo- y ella sonríe
con la timidez infinita de sus ojos ausentes.

Yo sé que lo que busco realmente es la libertad
y que hay un misterio innombrable en el maizal,
bajo la sombra del trigo,
en las colmenas,
en los frutales siempre maduros,
en la ternura de tío Salvador
que me regala chocolatinas con estampas de fútbol.

Y juego,
y vivo en la explosión de los músculos,
enfebrecido el pedal, el manillar como una uve,
la furia indómita de los héroes subiendo cuestas interminables,
un saludo al hombre que regresa de las mallas,
el sudor caliente,
sudor de nobleza,
el agua de un cántaro moja sus labios.

Aquellos amigos que nadaban luz,
el puente de piedra
y los helechos lamiendo la ribera del río,
caminos que serpentean alrededor de los meandros,
Don Fermín pesca truchas irisadas
y mastica tabaco entre los dientes ennegrecidos.

Ya me busca la abuela porque es tarde,
su voz recorre la piel de la aldea,
el crepúsculo enrojece los sembrados,
pone en la copa de los árboles un lento beso de despedida.

No te preocupes, abuela,
sé el camino como lo saben los perros que me acompañan,
es agosto y huele a mirto,
qué cortas las horas,
qué locura de pájaros
cuando gritan al cielo su alegría.

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