domingo, 12 de abril de 2020

La experiencia mística de un ateo



Y qué me llevo hasta allí, si no fue mirar mi lluvia entre sombras.
¿Alejarme de un sol taciturno? La desesperación es un alambre muy fino,
tiene hilos arácnidos que depositan sus huevos en la sed del primate,
en su orgullo de horas breves y gloria ambivalente.
Qué es lo que me trae hasta el monstruo de piedra,
su ceniza gris platino la acarrean los cuervos que ahora vigilan la plaza.
Iglesia o trono de biblias nacaradas, iglesia de agujas frágiles,
de musgo verdeado sobre los cálices que el invierno mancilla.
Nunca entré en el quejido de su vientre, pero es el rayo una pregunta
y es la curiosidad una sinrazón que obliga a los músculos
a ignorar sus principios. Chapoteo grises nubes
mientras me acerco a su nuez arcada-sin microscopio
logro ver la imperturbable canción de las manos,
el bello cincelado, la oportuna sonrisa de la deidad-.
Me hablaron siendo niño de un pórtico celestial,
con sus profetas y sus fieles apóstoles como una corona
alrededor del cristo infantil. ¿Es un cuento, papá?
Me tiembla un párpado cerca de la lisura del volumen recogido,
cerca de la sombra que seduce al aire con híbridos gestos de bienvenida.
Lo primero es un olor, olor de almas, olor de púrpura,
olor que viste de mujer a las sandalias, los hábitos,
los cayados y el misterio de la pobreza que no huele más que a lumbre ciega.
Regurgita el dorado y los altos pilares rememoran el tallo virginal
que se alza hacia la luz (capiteles sobrios como una pestaña moribunda),
el mármol se acostumbró al eco de los monjes y suena a letanía triste
socavada por un destino. ¡Qué oropel y a la vez qué maderas de confesionario,
tan labradas de culpa al contraluz de la tarde! En los bancos
el rezo parece una blanca paloma, los cuernos del órgano
embisten la huella del botafumeiro como arcángeles de humo
contra la fe despoblada. Yo sé que el apóstol brilla como el espolón
de un barco que se dirige a la infinitud y veo rubís y jade,
gemas que relumbran en su desnudez, mantos recamados,
incienso febril que penetra la sonoridad de las capillas
y remoza la sonrisa de las vírgenes con el perfume vacío
de un falso sándalo. ¿Cómo llegué aquí desde mi cáliz invertido,
desde la hora del silencio y la negación, desde la ropa
empapada de sequedad, anfibia como la muerte?
Me quedaré, sí, unos minutos más y sentiré la voz sagrada
antes de que vuelva a habitar en mí el monótono latido
de los que solo saben encender sus sueños con la oración
de los bosques que, ilógicamente, pueblan sus almas.






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