Invierto la caricia del espejo para ver la luz.
Ahora dibujo flores en un vaso de líquido virginal,
es cristalino y no hay peces, nada un cuerpo confundido,
siempre de noche, aunque busque inútilmente el amanecer.
Oigo una voz jamás oída que se parece a la mía,
inventa un poema en un papel de humo,
no hay recuerdos si es todo un rebumbio de visiones,
un huracán de tejas sin casa. Y otra vez
un reconocerse inventado sobre la misma piel,
las arrugas de seda y músculo, el color igual que un invierno
que muere al invocar el arco iris. Pero el azogue es el mismo,
la vieja cornucopia sigue fiel como un perro castrado,
nunca me habló de las hojas caídas ni de cómo a la raíz
la carcome un agua estancada. Por última vez miro el rictus,
lo anclo, fotografía de un instante, trece de abril de dos mil veinte.
Sueño con que se haga piedra el tiempo imaginario. Pronto
descubriré qué significa el olor acre de la mies marchita.
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