Charlamos de panoplias encendidas y lábaros en el mar,
de porqué el pigmento del naufragio no se sintetiza
en el haz del faro, de cuando la lluvia hereda los signos del amor
y cae como una golondrina en el sudeste de tu nombre.
Los dos conocemos el alma de la ciudad, nos escondimos
entre las rocas y era puntual el paso de los delfines
sobre el arco invariable de las puntiagudas crestas.
Sabíamos de calles sin árboles, calles de viento y luna ocultas,
esquinas como codos de hambre o rebeldía, látigos
bajo las marquesinas inhabitables. ¿Cómo brotó la cicatriz
de esta península, yunque de poblada frente, dique
que muere en la barba de un mar que brinca con espasmos de miércoles?
Todo estaba dentro igual que una reliquia o una canción sin letra
que formulaba sus quejidos fuera del lugar o de la historia implícita.
Hijos de un país sin nave, añorando la sierpe y el remolino de la costa,
la simbología del faro y la húmeda estrategia de su cintura,
cristales al sol y galerías blancas que se reflejan en un cielo
sin escaparates ni relámpagos. Al fin nos descubrimos
en las agujas tardías de un tren, la noche finge un abrazo de almas,
después las palabras descubren otras rodillas y agonizan los pasos al final
del último baile. Pero, sabes, aunque el presente de tu rostro sea un ángel
que recorre un nuevo hogar que le perturba, hay en tu memoria
huellas de lacre azul. Y si allí no vive el mar, tú serás mar, si la playa
añora tu cuerpo microscópicas arenas invocarán la altura
de tu nombre; y en el eco de los ríos, las estatuas, los palacios
y los mercados aún escucharás el reverbero de la ola
como una lengua bífida que lame tu oído de sirena varada.
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