Despertó el niño de ojos grandes.
La luna en el salón es un arpegio de claridad,
una prisión de lagos de cristal.
Él duerme en un refugio de caramelo,
libros sin ordenar,
el secreter alerta como una araña de caoba.
Soñó con cráteres y submarinos,
con serpentinas de azar y princesas de nieve.
En el papel pintado los héroes silban,
al pasar junto al espejo se multiplican los rostros
bajo los lunares de la opacidad
-la noche llega y no pregunta-.
Hoy escribe en otra madrugada
cuando el silencio es un latido entre las páginas de una biblioteca insomne,
escribe sobre una lámina en blanco
o sobrescribe porque sus dedos conocen el surco
que la memoria deja en el corazón
hasta confundirse con las horas, los minutos,
el tiempo inaccesible que se columpia en su espalda
como un juguete que regresa de un ayer
sin hemisferios
ni ordenanzas
ni cadáveres.
Por fin sabe que nunca ha dejado de ser niño.
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