Te escribiría en una rosa,
en un viento,
en una nube.
Porque hay lluvias invisibles en los ovarios de tu luz
humedeces la quietud de los páramos
fertilizas el corazón
para que el perfil donde se recorta la ciudad
imagine columpios y floresta en el jardín de mi ventisca.
El búho está alegre, la mujer que limpia el portal me ha sonreído,
la niña desdentada juega en el atrio de la casa azul
y ve amapolas
y siente un rumor de pájaros
y escucha la memoria del manantial
y revive el candor que fluye de las hojas caídas,
aún enamoradas del agua
y de los hemisferios del bosque.
Todos los silencios me acompañan
y es un ronquido de mar la pausa de esta tarde
en que lloran los puentes
y el clamor de un coro
advierte
que la paz está en tus ojos de mandorla,
en tus mejillas de primavera.
Yo quería invocar a los cuerpos
igual que el tragaluz se abre
-ojo infantil-
hacia los pámpanos del día,
como la celeste cruz que emigra
dibuja un poliedro de cigüeñas,
allá a los lejos
en la duna que sabe
de tu álgido desliz.
Tras los años ya no busco el horóscopo que miente,
me basta un diálogo de palabras frágiles,
temblorosas,
primigenias
en su capullo de mármol.
Que digan mil países mi nombre,
que inventen para mí dos rodillas paralelas,
que dibujen en mi piel
los mapas que ningún meridiano logró atravesar,
que no sean historia tus secretos
sino el lugar donde pudo nacer la raíz de todos los veranos,
la eternidad que viaja en una elipse,
impertérrita.
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