¿Quién podría negar que la vida es un milagro?
Desde el llanto primero
los ojos contemplan los arcos de la luz,
las figuras cobran forma, los arrullos,
las voces que afinan la nitidez,
el contacto de las pieles,
todo aproxima el ser al escenario
en que un cuerpo crece, se expande,
encuentra el lugar que cree infinito,
inmortal, eterno.
¿Y las risas en el corro de los niños
cuando los juegos alimentan la pasión onírica
y comienza el deseo a buscar una mirada,
la proximidad cósmica
de una hembra ausente?
¿Y la luz que vive en ti
como un resplandor de chispas y azul
o el mar con su boca inmensa,
su lamido que baja desde tus hombros
sumergidos en la espuma
hacia el extremo
donde ya eres pez
que disfruta de un viaje entre las olas
a la búsqueda de aquella isla imaginada?
Al fin descubres que la historia y los países,
las ciudades y los bosques
son teatros de enseñanza,
incomparables ecos de un clamor
que aún recita muertes y gloria,
sangre, ambición en sus ajados palacios
de un invierno perpetuo.
Y los visitas como si fueras desnudo a bañarte
en un río lleno de cadáveres
todavía vestidos con el oro y la plata
de una riqueza extraña a esos huesos y esa memoria
que solo son un dato en el transcurrir,
una cruz caída,
un crisol herido.
¿Quién, pues, no reconoce
la inmanente belleza de cuánto existe,
aquí, allí
en lo próximo y en lo lejano,
en el jardín de abril, en el agua de un manantial
entre árboles seculares,
en la roca que la nieve cubre,
en el albor de los desiertos,
en la jungla donde acecha el tigre,
en la creación del hombre,
cúpulas, mármoles, fuentes
que invocan dioses,
plazas de inmensos soportales
y estatuas desoladas?
Sí, la vida es un milagro que nos traspasa
como un rayo de plenitud,
entreguémonos pues a esa luz
que fluirá hasta ese otro punto del espacio
en que ya no seamos
más que un recuerdo
entre los recuerdos.
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