Ahora entiendo la escenografía donde creció
el amor. Como un país en el que no importaran
las estaciones o que en ellas la excepción fuera
magia constante, los trenes, las plazas, el mar
un decorado en el que transcurrir sin miedo,
libres de nosotros y de la palabra del adiós,
eternizando la constancia de los lugares en
que el encuentro es la unión del ansia y de la luz,
en la mirada el hambre de los silencios, en la piel
el rotundo magnetismo del roce que enciende
los latidos hasta el grito y la febril necesidad
de acercarse, de palparse como pájaros sin cielo,
ni horizonte, ni alas para subir al edén. Quiera
la música arropar nuestra huida, la claridad
entender la ausencia que seremos, después
del espacio en que las hojas ocres murieron,
tras aquel otoño interminable.
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