sábado, 16 de septiembre de 2017

"Un joven cualquiera". Novela corta.

PRIMERA PARTE



CAPITULO UNO



Cursé mis estudios universitarios en Santiago y en aquella ciudad de piedra y agua fui feliz. Ahora lo sé. Tenia ilusiones como cualquier otro joven. Tenía amigos que compartían una forma de vida abierta y sin compromisos. Allí idealicé todo: mi pasado, mi presente y mi futuro. Estudié poco, viví lo que pude, dejé que el tiempo me llevara a su guarida engañosa, y busqué el amor en los ojos cómplices de una compañera ausente. Cada día lo vivía como un privilegio, ya que nada se repetía, o eso creía en mi ingenua visión de las cosas que nunca me parecían iguales, aún cuando los gestos , los modos y los lugares fueran los mismos que los de ayer o los de mañana. Tal vez era yo el que cambiaba a cada momento, virgen de experiencias, viviendo entre la realidad y la ficción, creyendo en ideas y sentimientos que solo tenían sentido en los libros; y como yo, los otros, aquellos que sumaban sus vivencias a las mías; mis familiares: próximos pero extraños, queridos y ajenos, figuras poliédricas de múltiples caras que se anulaban hasta el infinito; mis amigos: escépticos, soñadores, visionarios. Me pregunto si aquello sirvió para algo, si los juegos solo fueron juegos, si no fue únicamente la necesidad lo que nos unió para finalmente extinguirse como si nada hubiera existido.
Recuerdo mis primeros días fuera de casa como una liberación. Me parecía que salía de un largo y oscuro túnel para ver por fin la luz. Pasé la entrevista para entrar en aquella Residencia de estudiantes. Me integré porque estaba dispuesto a hacerlo. Sentía tal sensación de desahogo que ni siquiera cuestionaba el sentido de lo que allí hacía, de si había escogido los estudios que quería o si aquel era el sitio adecuado para mí. La rutina se impuso de una manera tan sutil como si hubiera mudado la piel sin darme cuenta. Pasaron los dos primeros años y pasaron rápido. Al tercer año abandoné la Residencia e inicié el curso siguiente en la menos acogedora de las habitaciones de un antiguo Hotel que me había buscado mi padre. Ese Hotel estaba en la parte monumental de la ciudad. No he olvidado su nombre ni las sensaciones que me provocó, llevo dentro de mí su olor, su omnipresente sensación de decadencia, su aire de elegante muerto viviente, su luz tenue y sus colores desvaídos. Los empleados eran dignamente amables, profesionales:
-Estaba todo a su gusto, señor-me decía el camarero mientras retiraba el último de los platos-. ¿Desea algo de postre o café, quizá?-me preguntaba cortésmente cada noche-.
-No quiero nada más, gracias, estaba todo muy bueno- contestaba yo- .
Tras la comida subía a mi habitación: aislada, fría y húmeda como una celda. En aquel lúgubre escenario, mi posición de receptor pasivo me incomodaba. Me sentía excluido, extraño, en medio de un decorado en el que no encajaba, condenado a una soledad no buscada. Cada jueves cogía el tren y regresaba, sin desearlo realmente, al hogar familiar. Una tarde de invierno oí unos ruidos amortiguados, como de arañazos, miré hacia el suelo y vi un pequeño ratón parduzco que merodeaba, despistado, de un lado a otro, cabeceando, moviendo su delgada cola, olisqueando la presencia de una compañía tan inesperada para él como para mí. ¡Qué parecidos somos!-pensé-.
Después de aquello no volví a poner los pies en ese Hotel. Tuve que buscar otro lugar donde residir. Esta vez decidí ocuparme yo mismo. En el centro, muy próximo al parque principal, en una calle en cuesta que dividía la parte nueva de la parte vieja de la ciudad, encontré una pensión que me agradó. La patrona se llamaba Carmen, tenía un hijo de unos diez años y un marido inválido. Eran discretos, utilizaban solamente la cocina y el salón que habían habilitado, también, como dormitorio. Los inquilinos respetábamos la intimidad individual casi como si fuera un pacto secreto, no manifestado más que por actitudes o por silencios. Apenas teníamos más trato que el de cortesía, pertenecíamos a mundos diferentes sin ninguna voluntad de encontrarse. Carmen ejercía su cargo con benevolencia, atenta a los detalles cotidianos, cuidando a un esposo incapacitado pero aparentemente sano, madre dos veces, complaciente en ese papel inevitable que hay que representar, con convicción o sin ella, porque es el destino que a cada uno le ha tocado y así hay que aceptarlo. Visto en la distancia, de estos primeros años solo queda una impresión de irrealidad. Intento revolver en mi interior para dar cuerpo a los recuerdos, y que estos puedan servir de presentación a esta historia, pero estos no vuelven en orden preciso, sino que se asoman tímidamente, sin una identidad propia. Diría que son algo más físico que mental, lo que los hace difíciles de describir. La presencia del agua, o de ciertos colores como el verde o el gris. La lluvia desprendiendo la piedra, acariciándola; los tejados líquidos aproximándose al manto grisáceo de un cielo incansable, el sonido del agua circulando por las cañerías, vertiéndose como un pequeño torrente sobre las baldosas gastadas; y la gente encogida bajo sus paraguas, buscando los soportales, aquellos que conocía tan bien, desde mi primer año, cuando corríamos, escapando de la policía, atrapados por una manifestación política improvisada, de la que nos sentíamos solidarios pero no realmente partícipes, por ser una novedad, por el nerviosismo que destilábamos, que llegaba al extremo de correr entre las columnas al ingenuo grito de: ¡No digas nombres!, y el corazón que nos latía tan fuerte como si el peligro fuera ya un hecho en forma de herida abierta y consumada. Esos soportales no eran solo parte de la historia común, eran un residuo de mi pasado, si cerraba los ojos podía sentir el tacto rugoso de las columnas, el olor a moho y los sonidos apagados de las pisadas. Era un trayecto breve, protector; era el roce, la proximidad de los cuerpos, circulando, ida y vuelta, una vez y otra, hasta que la decisión de continuar se imponía, y bajando la cabeza seguías tu camino, callejeando, dejando que los minutos enmarcaran ese transcurrir difuso del tiempo en que todavía esperaba cualquier suceso excepcional en medio de lo cotidiano. Y ocurría, porque lo extraordinario está en la disposición de quien lo ve, y yo estaba abierto como un cuaderno en blanco, en el que las páginas se van cubriendo a medida que se van fijando imágenes que de alguna manera se esperaban, como el encuentro casual y repetido con las mismas personas, o el paisaje, estampa multicolor, que entra por los ojos e invade la memoria de otro paisaje ya visto, en un cuadro o en un sueño o en un día anterior, tan ajeno a éste que lo complementa, como una línea que sigue a otra y completa el dibujo. Y así el papel se llena de trazos que se reflejan en la piel, en los músculos, en la dolorosa ausencia de lo que los sentidos han captado, de lo que solo queda la cicatriz de un recuerdo imposible de recuperar. Puedo sentir el eco de esos sucesos rebotando en mi cerebro, no han muerto, permanecen como un poso sobre cada segundo que existo. Pero eso forma parte de la memoria y lo que quiero contar ahora comienza un día cualquiera de mi último año de Universidad.



CAPITULO DOS


Estaba parada frente a la fachada principal de la Catedral. Era una muchacha delgada como un junco, de facciones angulosas y desmañadas. Vestía una trenca azul marino muy desgastada, pantalones vaqueros ajustados y botines rojos de baloncestista. Su mirada permanecía fija en algún detalle que a mí se me escapaba. Sin que se diera cuenta me situé a su lado y la estuve contemplando con la misma curiosidad que ella parecía poner en el monumento. Me atreví a decirle:
-Quizá no sea la mejor hora.
-¿Para qué?-preguntó.
-Para ver la Catedral, supongo.
-Eso no es cierto. Las sombras también tienen algo que decir. Ves aquella figura-dijo señalando a lo alto- parece recostarse sobre sí misma en un acto de arrepentimiento, o esa otra-esta vez indicó un punto donde yo no veía más que un pliegue de la piedra-, cuando llega la oscuridad le puedes poner el rostro que quieras, porque durante el día no tiene ninguno. Con el atardecer los detalles no se aprecian y entra en juego la imaginación.
Miré de nuevo, pero solo notaba la pérdida de nitidez y el avance de la noche. La fachada de la Catedral me parecía una masa gris e informe.
-Oye, no me estarás tomando el pelo,¿no?
-No, hombre, solo hay que fijarse y verlo además de con los ojos, con esto-dijo ella poniendo un dedo en su frente-.
-No sé, tal vez no tenga la sensibilidad suficiente…
-No es una cuestión de sensibilidad, sino de voluntad-dijo muy seria.
-Quieres decir que si mi voluntad es ver lo que deseo ver sin la menor duda lo veré.
-Algo así.
-Pero eso es falsear las cosas, no crees.
-En absoluto solo es verlas de otra manera o mejor dicho a tu manera.
No pude por menos que sonreír, aquello me parecía absurdo.
-Me llamo Sebastián.
-Yo soy Elena.
-Te apetece tomar algo-le dije.
-Otro día. Hoy he quedado.
Elena dio media vuelta y se alejó. Las luces de los faroles se encendieron, el pavimento, como si tuviera su propia luz, comenzó a brillar. Todo volvía a ser demasiado humano, sentía el frío y la humedad pegados a mi cuerpo, necesitaba un vaso de licor que me calentara. Estaba a escasos metros del Galo. Eran las ocho de la tarde de un miércoles ceniciento. Ni Luis ni Matías habrían salido de casa. En ese momento empezaba a llover. Me volví para ver una vez más la Catedral. Sus agujas sombrías pinchaban el cielo, las rejas cerraban el acceso a la escalinata, pulidas por un cansancio de siglos. Tras la puerta adivinaba el majestuoso pórtico en una oscuridad completa .En el interior resonarían los pasos de algún canónigo, de nave en nave, de espaldas al coro, como cada noche, despidiéndose del santo, contando las monedas de los cepillos, arrodillándose tres veces en simbólico gesto. Las filas de bancos estarían vacías, ni siquiera guardarían el calor de los fieles, el incienso perfumaría el recinto con su rito de purificación y el silencio del recogimiento dejaría paso al silencio de la ausencia. Seguí mi camino, doblaba el conocido laberinto que lleva a la entrada del Galo, a medida que me aproximaba el rumor dejaba paso a la música, era un juego que practicaba a menudo, tarareaba la canción que esperaba oír, pero casi nunca coincidía con la que sonaba en la máquina de discos. Perdía nueve de cada diez veces. Cuando iba con Luis apostábamos los dos, ninguno acertaba y para saber quien pagaba debíamos decidir por aproximación:
-Eso es jazz, tú pierdes-decía Luis-.
-De dónde sacas que eso es jazz.
-Vamos, por ahí suena un saxo, ¿es que no lo oyes?
-Mira es igual, pagaré yo- le decía con una mueca-.
Entonces Luis se paraba y se echaba a reír .Y entrábamos como estaba entrando ahora, con las manos en los bolsillos, directo a la barra, a esa esquina que consideraba mía durante un rato, mientras me dejaba ir olvidando las inseguridades, con la espalda pegada a la pared, observando el paso de cuerpos incompletos, porque el bar se hundía en la tierra y la puerta era muy baja, así que cada poco, un transeúnte sin cabeza, formaba un cuadro en movimiento, solo un segundo, o bien se paraba y traspasaba el velo de luz-si era de día- penetrando la penumbra, que era la atmósfera propia de los creyentes que allí dormitábamos ; si era de noche, veíamos, como uno o varios bultos oscuros cruzaban el umbral, y sus caras podían reconocerse bajo las luces difusas del local, muchos de ellos eran rostros familiares, interiorizados sin quererlo, con los que jamás había conversado, ni lo haría, de los que sabía sus gustos musicales, artísticos, sociales, y les tenía cierta simpatía porque eran similares a los míos, hasta que por casualidad los oía hablar y sus palabras, su tono de voz, decían otra cosa de lo que aparentaban, y pensaba que mentían, que seguramente seguían una moda o les gustaba vestirse así y se sentían obligados a comportarse como su apariencia exigía, con esa especie de etiqueta de modernidad perpetuamente en boga entre la juventud, y me decía que no era diferente a ellos, que yo daría la misma imagen de indulgente traición, acomodado a mis vicios inútiles, como beberme este vaso de aguardiente que tenía entre las manos o perder el tiempo hablando sin saber realmente de qué, ejercitando un diálogo que no era diálogo sino la esgrima de un monólogo frente otro, un juego artificioso, un pasatiempo para vagos. Me sentía mal, desde hacia un rato notaba la boca seca, el sabor amargo del licor, que en otras ocasiones había sido un bálsamo, me dejaba un regusto desagradable que se transmitía al estómago, necesitaba salir, respirar el aire húmedo. Pagué con unas monedas que llevaba sueltas. Quería estar fuera. Di dos pasos y tuve que apoyarme contra un muro, el cielo negro escupía pequeñas gotas, noté la espalda mojada, me dolía la cabeza y en el pecho persistía esa sensación de quemazón que produce el tránsito del alcohol. No podía pensar con claridad. Me puse en marcha de nuevo y aceleré el paso como si tuviera prisa por llegar a algún sitio .No se por qué me paré ante la cartelera de un cine, un póster desgastado mostraba un paisaje lunar, en el centro una cama antigua de barrotes dorados y cabezal forjado. En realidad eran dos camas, una encima de otra, exactamente iguales, y las dos resplandecían como si fueran del oro más brillante. Un firmamento cubierto de estrellas hacia de marco. Lo curioso es que no había nada escrito, nada se anunciaba, se trataba de una simple fotografía. Continué mi camino. Estaba a punto de llegar al parque. Una bruma cariñosa ocultaba los árboles, la iglesia, que estaba en lo alto de la colina, no se distinguía, abrigada por un manto de nubes. Mis pies pisaban la alfombra de hojas que el otoño había donado. Caminaba con la cabeza baja, sentía la soledad como una amenaza, ya que no podía habitarla ni poseerla. Mi pobreza empezaba ahí, en la incapacidad de convivir con mis pensamientos, en la falta de sentido y de acción, en la mera especulación con que trataba los sentimientos y las ideas, sin ninguna fe en que pudieran ir más allá de una exhibición gratuita y falsa de emociones, consciente de lo efímero de todo, empezando por esta carne y estos huesos, acabando por las palabras que decía o callaba, tan dudosas de su necesidad como destinadas al olvido. Llegué a la altura del parque infantil. Recordé la noticia: “Un joven aparece ahorcado en la Alameda. Por motivos que se desconocen………”. La barra de los columpios, que el suicida había utilizado para sus propósitos, no era más que un tubo de hierro oxidado. Uno de los columpios estaba torcido, justamente aquél que debió de utilizar para preparar la escena. Me puse debajo, no podía ser muy alto, calculando el espacio que ocuparía el cinturón, sus pies casi tocarían el suelo. Traté de imaginarlo, haciendo una prueba, temeroso de que alguien le viera, con la firme determinación de quien decide sobre su vida. Luego el momento previo, la duda, el miedo que le paraliza; nada más tiene que dejarse ir y acabará, solamente un segundo, está tiritando, por fin lo hace, sus brazos cuelgan, sus piernas cuelgan, es un muñeco que se tambalea levemente, es una piltrafa que se pudrirá, es la obscenidad.
-¿Cómo se le ha ocurrido matarse donde juegan los niños?-dijo Matías.
-Él no quería que los niños le vieran, no pensó en ello.
Matías estaba alterado.
-Ese tío es un cerdo ¿no podía haber elegido otro sitio?
-Tú no lo entiendes, seguramente solo pensaba en sí mismo, el parque es un lugar solitario, y el columpio le pareció un buen medio, eso es todo-le dije.
-No sé como le puedes defender. Si uno quiere matarse que lo haga en su casa, es menos impúdico. Este tipo de gente nos quiere hacer partícipes a todos de sus miserias y, la verdad, cada uno ya tiene las suyas.
Opinaba lo mismo que él pero no quería decirlo, ese muchacho anónimo despertaba el sentido de culpa colectivo, lo notaba en la mirada de Matías, en sus comentarios despectivos, en mi propia incomodidad y desconcierto. Por eso había que repudiarlo, juzgarlo y condenarlo. Solo así nos sentiríamos mejor, siendo jueces que no admiten el perdón, insensibles al dolor ajeno, críticos con las formas, ignorando el fondo, representantes de la moral al uso, pequeñas hormigas en fila hacia el hormiguero.



CAPITULO TRES
(UN DIA CUALQUIERA EN LA FACULTAD)


Apenas doscientos metros me separan de la Facultad. Es una línea recta que discurre paralela al mercado. Son las ocho de la mañana y los placeros están descargando las mercancías. Huele a pescado. Avanzo rápido esperando encontrar sitio en el aula. Desde diferentes puntos se aproximan otros estudiantes. Medio dormidos, abrochándose los abrigos, metiéndose las manos en los bolsillos, ajustándose las bufandas, se dirigen a sus clases. Subo los escalones de dos en dos, con la mirada puesta en la puerta de entrada. Ya se oye el bullicio, esquivo a los que vienen de frente, a los que están parados y a los que van más lentos. Es el aula doce. Otra vez llegué tarde. Me siento en las escaleras. ¿Qué toca hoy? .No lo sé. Abro la carpeta y cojo unos folios. Estoy dispuesto a tomar apuntes. ¡Mierda!, solo he traído un bolígrafo Bic medio agotado. No puedo reprimir un bostezo. Pasan diez minutos de la hora y el profesor no aparece, parecemos el público de una representación. Es el tercer mes de curso del quinto año. Me entretengo en observar. Aquellos cinco, tan arreglados, están dispuestos a aplaudir. Seguramente se han levantado muy temprano para estudiar. Una chica de pelo corto charla con su amiga. Me recuerda a la protagonista de una serie de ciencia ficción que están pasando en televisión. Creo que su nombre es Sandra, pero no estoy seguro. Más arriba se sientan los progres. Es un grupo numeroso, llevan el pelo largo, vaqueros, amplias chaquetas de punto portuguesas y fulares brillantes. Se ríen, dan palmadas, están satisfechos de cómo son. El aula está llena y el rumor de las voces es molesto. Por fin, entra el catedrático, serio, consciente de su papel. Lleva en sus manos un libro que deja, ceremoniosamente, sobre la mesa. Es un hombre desmañado, de hombros caídos, muy menudo. Tiene el pelo completamente gris y gasta un bigote pasado de moda. Comienza la explicación, los alumnos nos concentramos en tomar notas, su voz es monótona, seguramente ha repetido lo mismo docenas de veces. Me encuentro incómodo, tengo las piernas dobladas y el escalón superior se clava en mi espalda. El sol ha entrado con fuerza a través de los ventanales. Hay restos de humo en el aire que forman un velo espeso. Voy rellenando las hojas sin saber exactamente lo que estoy escribiendo. La lección ha terminado, aprovecho para levantarme, tenemos cinco minutos antes de la siguiente clase. Esta mañana tendré que repetir el ritual cuatro veces. Han pasado tres cuartos de hora. Empiezo a sentirme solo y no sé qué hacer. Esta forma de aprender es absurda. No he entendido nada, he hecho de mediador entre la voz y el papel, estampando palabras, atrapándolas, en el difícil arte de escribir las frases completas que se dicen y no se dictan; pero no he comprendido ni la más superficial de las ideas que se expresaban. Al volver a casa deberé repasar lo escrito, intentaré asimilarlo, interiorizarlo, memorizarlo y, finalmente, olvidarlo. El bedel anuncia la siguiente clase. Mi pensamiento no está aquí, viajo sobre recuerdos, los más inmediatos: el Colegio como juego infantil, el deporte como desahogo, el mar, el descubrimiento de un libro, la ilusión de un amor, la nostalgia de las cosas más insignificantes. Esa arquitectura ha desaparecido, quizá nunca existió, nada lo desmiente, pues revivir el pasado es matarlo definitivamente, por eso dejo que el río fluya, aunque crea que es el mismo río y solo es el mismo puente, desde el cual contemplo el paso lento y constante de la corriente, con sus imágenes negras sobre el espejo del agua; cerca de la orilla, bajo la sombra de un árbol, el remolino de un remordimiento da vueltas alrededor de la mentira, la que digo para engañarme y engañarlos a todos, cuando elijo un futuro equivocado y actúo como si lo aceptara. Recobro la conciencia, me ubico entre los límites de esta sala, escalonada pirámide del saber; respiro intensamente, me comunico, vivo lo que ya no viviré más, con una simplicidad inconsciente que malgasta cada segundo, incapaz de atrapar este instante que se me escapa para siempre, dispersa la atención, porque son demasiados los colores, los sonidos, lo olores como para que un cerebro inconsistente pueda matizarlos, hacerlos suyos, despojarlos de objetividad y darles un lugar privilegiado en el almacén individual de los recuerdos. Es la mecánica la que se impone, el esfuerzo de los dedos apretando el utensilio, desgranando su sangre azul sobre el papel; y la palabras, siempre las palabras, egoístas, no sentidas, con su vocación de prostitutas, ejerciendo su tiranía; y si por un momento alzo la vista veo al títere, recitando, y pienso si será hombre o será máquina, si realizarse es cumplir un destino como aquél, tan sustituible, sin ningún sello personal, que todo se reduzca al aprendizaje de una gimnasia de gestos, de una modulación de la voz, de un respirar acompasado, de un texto heredado. Acabó la lección, para nosotros, una criptografía de signos, para el catedrático, el oratorio de una misa; sin embargo, nada de sagrado se apreciaba en ese vacío tono cantarín, ausente de énfasis, desnudado de sentimiento, espíritu de funcionario sin alma que no necesita mirar su reloj para contarnos la historia de un derecho que nació en Roma y murió en las alcantarillas de un Palacio de justicia cualquiera; como la de un bufón ,su versión es alegre, hecha para divertirnos y aleccionarnos; pese a su porte circunspecto , guiñolesco, hay una ironía hueca que resplandece bajo la declamación aprendida en sesudos ejercicios de galeote.



CAPITULO CUATRO


Hacía diez años que no nevaba en Santiago y como era de esperar se declaró un día festivo sin serlo. Los estudiantes abandonaron las aulas y se abalanzaron alegres hacia las zonas abiertas de la ciudad. Yo, como uno más, les seguí. Miraba el cielo y notaba caer sobre mi rostro partículas de agua apenas solidificada, que se posaban blandamente sobre mi anatomía. Me recordaban las pavesas de un incendio, aunque no tuviera nada que ver, y fuera justamente la representación de lo contrario: agua y fuego. Al llegar a la Alameda vi a los niños tirándose improvisadas bolas de nieve, y a sus padres contagiándose de esa alegría infantil. Los árboles lucían sombreros blancos y yo oía como mis pies helados hacían crujir la nieve. No iba hacia ninguna parte, solo estaba allí para contemplar el espejismo blanco, para sentir el aire frío penetrar en mis pulmones. Me pareció observar, con sorpresa, que algunos paseantes mostraban indiferencia ante la estampa invernal. Eran personas mayores, embutidas en gruesos abrigos, que se desplazaban encogidos, mirando al suelo, sin ver nada más que sus propios pasos, sordos a la algarabía general, para los que aquello no suponía ninguna novedad, salvo el recordatorio, quizá doloroso, de una infancia perdida. Por eso se aislaban y pasaban como excusándose de existir, ignorándose unos a otros, pese a su idéntica condición de islotes petrificados, que no tardarán en ser engullidos, de los que nadie se acordará, porque quién podría hacerlo les ha precedido en esa carrera hacia la ausencia que es la misma vida, y yo, que en aquel momento no reconocía ni por asomo mi futuro, tenía una curiosa sensación mezcla de compasión y rechazo, y prefería participar de la exaltación infantil, antes que del marchito tránsito de esta santa compaña que no formaba procesión, porque no les era necesario, para exhibir sus rostros tejidos de arrugas y sus manos tendidas al vacío. Su soledad inhóspita no podía compartirse, y era anacrónico comprobar cómo los niños más pequeños que se acercaban a ellos cuando estaban sentados en los bancos del parque, recibían una sonrisa cómplice y distante, de padre celestial que ya no puede ejercer su tutela, o de abuelo que quiso y no pudo serlo, nostalgia de lo que creyeron ser pero no estaban seguros de haber sido. Eso les salvaba, por lo menos a aquellos que no guardaban en su memoria la matemática mínima de los hechos que jalonaron su vida, difusa para siempre y por tanto susceptible de ser modelada por la ternura de un niño. El presente era la única historia de la que se sentían participes, porque sabían que el pasado era una nebulosa lejana, inconcreta. Su necesidad de concreción se remitía a las horas inmediatas, no porque fueran incapaces de recordar sucesos lejanos, sino porque su instinto les protegía ante el dolor de tener que racionalizar lo perdido y confrontarlo con la realidad. Una realidad en la que todo lo vivido acababa por sentirse ausente, y esa paz que les rejuvenecía los sentidos, penetraba en sus pupilas como un fogonazo, una ardiente llama que activaba el deseo de continuar, como si el transcurso de los años no hubiera sido más que un paréntesis, una película atascada en el cinematógrafo, que ahora un niño hacia el milagro de reparar con un simple gesto, y era el azar, en definitiva, quién ejercía de supremo hacedor ¿Cómo si no se entendería esa chispa que unía el principio de una vida con el final de otra?
Estaba parado frente a la vieja cámara del fotógrafo, su arquitectura, escuálida, hacia que pareciera de juguete, el fotógrafo estaba detrás, enfundado en un abrigo gris bajo el que se asomaba una mandil azul; tenía la cámara protegida por un plástico transparente; se dirigió a mí:
-Quiere que le haga una foto, joven. Vamos, decídase, no ve que hay gente esperando. Era cierto, sin quererlo había formado una cola. Le contesté un poco azorado:
-No, perdone, es que estaba distraído, ahora mismo dejo sitio.
Me aparté y no tardé en arrepentirme, tanteé mis bolsillos buscando algún dinero con el que poder pagarme el sueño del tiempo detenido. Las pocas monedas que tenia eran para la comida, así que me dije: “¿¡Bah¡ es una tontería”; lo cierto es que las fotografías me producían inquietud, la conciencia de la singularidad de la escena parecía premeditar la tentación de hacerlo permanente, era lo más lógico, aquello que las fuerzas desatadas, las de la naturaleza y las de la psicología, indicaban en su manual de recursos humanos ¿era esto lo que me hacia repudiarlo? ¿no era solo el capricho de creerme por encima de las fuerzas del destino?. Al negarlo me negaba, rechazaba el regalo de la perpetuidad, la juventud disfrazada, el reclamo de la redención que una simple fotografía ofrece. Presentía el arrepentimiento que brotaría en el futuro, como un reproche que haría ante los iconos perdidos, como ya hacía hoy, en la intuición que asomaba impeliéndome a marchar, camino del anonimato, de la masa sin nombre que vive en el tiempo presente, mi refugio fugaz, engañado a sabiendas, cobarde por tanto al saberlo y no valorarlo, o estúpido sin más, o ciego voluntario o San Sebastián de los miedos, que eran el bagaje que llenaba mis alforjas. Dicho y hecho, a punto de darme la vuelta noto el contacto de una mano que tira de mi ropa. Sin poder volverme, olfateo el aliento a coñac barato, quedo paralizado, mi mente da la orden de liberarse, el brazo sigue inmóvil, las piernas son dos sacos de pesado cemento, sé que se trata de mi cabeza, sé que bastaría un tirón, ni siquiera demasiado fuerte, pero los músculos no acceden a la demanda de una voz que discurre por dentro como un sonámbulo, y entonces escucho la voz de fuera, la auténtica demanda, la urgente:
-Oye, chico, hazte un retrato y guárdalo para cuando seas viejo.
¿Qué dice este hombre? Me doy cuenta de que esa voz me resulta conocida. Es Matías:
-estás en las nubes o qué te pasa.
-apestas a coñac-le digo.
-claro, con este frío ¿qué quieres? Hay que calentarse, no. ¿Adónde vas?
-A casa.
-¿ Sabes que la policía me ha preguntado por ti?
-¿La policía?-le pregunto extrañado.
- Si, es por tu coche, dicen que puede estar implicado en un accidente.
-No sé de qué me hablas.
-¡Ah, no!.
Matías quiere decir algo más, pero yo ya no estoy. Nunca he estado, no he hablado con él, no tengo coche o ¿si?. Tengo un coche de segunda mano, un utilitario, no he reparado en ello. Matías sospecha algo, tal vez me haya visto deambular de tasca en tasca; si, eso es, seguro que me ha seguido, ha observado como pedía una taza de vino y después otra, y él, semioculto, en el otro extremo de la barra, haya hecho lo mismo, imitando mis gestos, solo que luego no cogía el coche, no aceleraba inconscientemente a cada recta que se ponía por delante, no podía sentir el vértigo de estar al filo de perder el dominio de ese objeto que te transporta a ciento treinta kilómetros por hora a través de una carretera estrecha y virada ¿lo imaginaba acaso? No, esperaba que cometiera el error, el desliz fatal que él denunciaría, porque hay personas que sobreviven por las miserias de otras, cazan la desgracia y se adhieren a ella, le dan lustre, la exhiben, la manosean; en definitiva, la poseen como un diamante en bruto que pulir, y a ello dedican sus mayores esfuerzos, a esa labor de joyería fina que es destrozar el alma de un ser próximo. Cirujanos expertos, diseccionan hasta encontrar el tumor donde inocular el líquido transparente que nos permita ver las células muertas del paciente, del amigo o del amante incauto. Matías es de esos, cuando Julia, su novia, enfermó, él se convirtió en el cronista de su enfermedad, ante ella fingía ser el apoyo firme en que sustentar su esperanza, ante nosotros describía las manifestaciones físicas de la enfermedad como un entomólogo que desmenuzara con objetividad científica las partes preciosas de su último hallazgo. Julia le adoraba y Matías se dejaba querer, ella se vertía por entero en el recipiente que la protegía, él hacia un aspaviento, abrazaba el aire, convertía en teatro los sentimientos más puros, y los presentaba como si se tratara de una exposición, al juicio libre del crítico, al goce secreto del voyeur, aplicándole el barniz de su verbo fácil, de la gracia innata que tenia para convertir el sufrimiento descarnado que Julia relataba en monosílabos, en un cuento sencillo, agradable de oír, poblado de criaturas que sufrían sin sufrir; en primer lugar, ella, Julia, convertida en heroína y él, por supuesto, en príncipe, y ambos en protagonistas de una victoria anunciada sobre el dolor y la humillación. Y también sobre ellos mismos, sobre una realidad superada por la ficción generosa que Matías sabia tan bien interpretar y que a mí me conmovía, aunque Julia lo ignorara, pues nunca estaba presente en esos ejercicios mezcla de retórica y de mímica que me penetraban hasta lo más profundo, haciendo aflorar la escondida ternura de la que desconocía ser portador, lágrimas abatidas por el envoltorio de esperanza que Matías construía, ingeniero-hormiga, con los pilares de un castillo encantado. Y los finales felices que luego yo, delante de Julia, necesitaba compartir, hasta que me daba cuenta de su cara de extrañeza, primero, y después de enfado, porque creía que consideraba sus padecimientos sucesos triviales, hasta que te soltaba aquel “eres cruel” que te desarmaba por completo y te dejaba con una sensación de auto-desprecio que era el verdadero triunfo de Matías, oculto tras las cortinas como un Hamlet cualquiera, auténtico creador del clímax de esta obra, cuyo desenlace culminaba toda la puesta en escena , ¡qué éxtasis!.Así pues, concluida la representación, se imponía un nuevo libreto, pero esta vez no sería tan ingenuo, me daba cuenta de que el guión dependía de mi, en realidad el guión se confundía conmigo, se generaba al ritmo que marcaban los impulsos, rutinarios o no, que mi cerebro seleccionaba a cada segundo, con cada cambio de dirección, o cada hecho que cercaba las estrechas coordenadas de espacio-tiempo. Eran estos los rastros que Matías perseguía, a la búsqueda del suceso destacado que poder contar, a ser posible a un conocido; mejor dicho, necesariamente a un conocido, si no se perdería el deleite del “quieres que te cuente una cosa de…”. Conocía el procedimiento, y aquella noche, en el bar de siempre, me había propuesto desenmascararle, decirle a la cara que era un farsante, un mierda, que lo de Julia era para partirle la cara, quería que los demás lo supieran y le despreciaran, de lo contrario el desprecio recaería sobre mí, era él o yo, el bien o el mal, la verdad o la mentira; no, era el egoísmo, la vanidad sucia, ¿con qué derecho podía decir que mi versión era la verdad?¿solo porque me sentía agredido tenia que hacerle frente? Matías les presentará pruebas, les dirá : “anda enséñales el coche” y yo me quedaré paralizado; ellos me miraran esperando que diga algo, serán miradas inquisitorias, se convertirán en jueces y notaré el sudor frío y el mareo, tendré que levantarme sin haberme podido defender: vencido, sacudido por el vómito que subirá a mi garganta como un torrente, y luego, en la calle, me agacharé, buscaré una esquina, intentaré vaciar el estómago y de él surgirán espasmos, nervios desatados, el recurso cobarde de la pérdida de conciencia, para no enfrentarme a la denuncia, al juicio inmisericorde que presumo y no constato, a los murmullos que imagino, y es cierto que solo puedo suponerlo, porque nada ha sucedido todavía, y es lo que hago cuando, aterido por el frío, el de dentro y el de fuera, me dirijo sin conciencia alguna hacia la iglesia, y subo por el sendero que serpentea el promontorio, la encuentro cerrada y golpeo con fuerza la aldaba de la puerta pero nadie parece oír mi llamada, golpeo otra vez y otra, cada golpe es un trozo de obsesión que cae, una mujer se acerca:
-¿Qué haces? ¿no ves que está cerrado?. Aquí solo hay misa los domingos.
En ese momento me di cuenta de que estaban sonando las campanas de la Catedral. Era hora de comer.



CAPITULO CINCO


Luis Blanco tenía la costumbre de hacer preguntas, las dejaba caer en medio de la conversación, buscando el compromiso de una respuesta: “¿crees que…….” “¿a ti no te parece que…..”, inevitablemente te veías abocado a dar una opinión, casi nunca meditada, y de la cual acababas por arrepentirte al cabo de unos minutos de reflexión. Le gustaban, especialmente, las reuniones en el Galo; entonces, en la intimidad de una mesa, bajo una luz tenue, derramaba las cuestiones que creía más trascendentes, las echaba como si fueran dados marcados para ver quién era el primero en responder, el truco estaba en el acento ingenuo, como de duda elemental por resolver, porque Luis quería que le vieran como al eterno aprendiz, algo torpe, que recibe jubiloso una supuesta enseñanza, y así se abría el debate entre poesía y prosa, filosofía y política, música y literatura, en el que los puntos de vista jamás convergían. Se citaban nombres, se traducían poemas malditos o se interpretaban textos y pensamientos con la pretensión ilusoria de ser únicos, de demostrar un punto de inteligencia que nos distanciara del estudiante común, de lucir la invisible corona de laurel del individuo pensante. En aquellos círculos viciosos lo que verdaderamente se ponía en juego era el don de la originalidad; cuando Elena estaba presente, el ingenio relucía, la inspiración se soliviantaba, se podía decir la mayor de las estupideces siempre que se dijera con el rictus de seriedad que venia al caso. Se coqueteaba con ella( o con sus ocasionales compañías), en eso se resumía todo: en atraerla al redil de unas manos juguetonas, de unos besos voraces abocados al festín final de la carne, ¿éramos, entonces, diferentes a los demás? Solo en los medios por los que accedíamos al apareamiento, en esa especie de circunloquio reivindicábamos nuestra identidad bajo el eslogan de “soy una persona que profundiza en las ideas, las recompone y las comparte contigo. Poseo el misterioso atractivo de la incomprensión, pues ni yo mismo me comprendo”, y en el trayecto nos perdíamos, ya que si ese era el fin, hubiera sido más práctico desnudarlo de tales adornos y comunicar el deseo a través de la acción, donde el verbo tiene un valor secundario, y son el empuje y la osadía del instinto quienes marcan las reglas y traspasan los lindes del escarceo amoroso. Esa era la línea recta que no recorríamos, a sabiendas de que el consentimiento, si bien no estaba garantizado, si disponía de un margen propio, el de cada uno, en el cálculo de probabilidades del éxito perseguido; desconocíamos las virtudes de la perseverancia y fiábamos nuestra suerte al ardid del amago, a una iniciativa titubeante que demostraba la falta de naturalidad en las relaciones y el deseo encubierto de ser el objeto poseído y no el sujeto posesor: ser amado y no amar. Esto era demasiado pretencioso en quién no tenia ni fachada física ni argumentos intelectuales con que disfrazar el encanto animal del que no estaba provisto; por tanto , se puede suponer que estos artificios estaban destinados al fracaso y aunque se asimilaban como una especie de mal entendida imposibilidad ,iban dejando un poso de frustración que tampoco era definitivo, ya que al menos en lo que a mi concierne no definían completamente el si o el no absolutos, tan solo marcaban un territorio invisible, cubierto por una niebla que había que disipar, para saber si ese camino era transitable. Y en alguno de los acercamientos, esa necesidad de resolución se generaba simplemente con el intercambio de miradas en los lugares emblemáticos que era necesario compartir: conciertos, cines, librerías o pedazos de hierba cuando el sol de la primavera anticipaba el verano. Me engañaba al dotar a esos espacios del sentido de la predestinación, quería interpretar la frecuencia de los encuentros como un deseo común de integrarse en el otro, pero eso, lo supe después, solo me ocurría a mí. Era una fantasía no compartida, un desencuentro anacrónico en el que las miradas tienen significados equívocos, que no comulgan. Se podría argumentar, con razón, que la causalidad no existe, y con ello dar sustento y base a una esperanza, que precisamente por eso, necesitaba confirmarse o desmentirse, porque no podía seguir en la incertidumbre y requería transformarse en posesión o despojo, lo que fuera, con tal de compartir cada segundo con su cuerpo cálido próximo al mío o totalmente alejado de él: cara o cruz, presencia o ausencia de ella. Y de ser esta la respuesta final, poder abrir el balcón para enamorarme de otra imagen, tan lejana al principio y tan cercana a medida que se iban conociendo- imaginando las espesuras de ese nuevo ser cuya curvatura y perfil se desplazarían de un lado a otro de mi mente-, sin pedirme permiso, con la total y constante presencia de un intruso que se apodera de mi casa, la decora a su antojo, e impone sus condiciones de virus invasor, ante el que la resistencia declina poco a poco y concluye en rendición absoluta, entrega que quiere cerrar el círculo y no lo consigue, así hasta que el periplo vital dice basta, por agotamiento o porque acaba por reconocer la derrota última, sin paliativos, que hace, por fin, que mi nave(mi vida)desoiga los cantos de sirena que van quedando atrás confundidos con el oleaje. Esta liberación acabo por llegarme, después de una larga carrera de fondo sembrada de desencantos( los años hicieron de lente que va centrando progresivamente la desenfocada visión de las cosas). Me costó darme cuenta de que no era el centro del mundo sino el más alejado de sus satélites, de que me movía en espacios donde la gravedad no existe y el poder de atracción desaparece con solo ser pensado. ¿Le ocurría lo mismo a los otros, a esos seres miméticos? Seguramente no, más allá de las prácticas consensuadas, cada uno transitaba su propio laberinto, desconocedores de la ausencia de salidas, de que el verdadero sentido no era la conquista sino la escenificación romántica del fracaso, ellos-como yo, a mi manera- escogían los medios de manera personal y equivocada, sus actos parecían afluentes del mismo río, diferentes en su trazo, según transitaran por fértiles valles o por angostas cañadas, pero todos sujetos al destino de verterse en un caudal común, de oscuro poso indiferente, donde sus propósitos se ahogarían y la frustración aparecería para sellar su amargura. Por eso, las diferencias se declaraban en la epidermis de las actitudes y se anulaban en las vísceras de los propósitos, y ya que nos reconocíamos en la oquedad de las conquistas, también teníamos la capacidad de alabar el arte del disfraz, de la seducción o de la absoluta entrega a una causa perdida. Ninguno de nosotros se arrepintió, de eso estoy seguro. Las enseñanzas se tatuaron para no ser olvidadas, fueron como los mensajes de amor que se graban en el tronco de un árbol: perennes recordatorios de sueños imperfectos.



CAPITULO SEIS


Tenía dos hijos, de los que ignoro su edad. No llegué a conocerlos, aunque no se puede decir que ella intentara ocultarlos, los mencionó en más de una ocasión, como de pasada, sin darle importancia: “Llegaré tarde, tengo que dejar a Raúl en el cole” “Hoy no podemos quedar, Marta tiene fiebre”. Lo que me sorprendía era como podía compaginar las continuas salidas con sus deberes de madre; porque Elena, todo hay que decirlo, dedicaba la mayor parte de su tiempo a ella misma . Es posible que viviera una doble vida como le sucede a mucha gente y que por las mañanas fuera otra persona, entregada a los designios del hogar y a los cuidados de la prole; sea como fuere, ante nosotros mostraba solamente una de sus caras, aquella que le permitía participar en el juego del coqueteo ambiguo, de la insinuación y la duda. Su principal diversión consistía en hacer de espejo, se colocaba estratégicamente como tercer ángulo de un triángulo fantasmal y cuando te aventurabas con una proposición lo tenías que hacer dirigiéndote a ella, aunque no participara, como necesaria premisa que diera aliento a tus argumentos. Al cabo de un rato el efecto se volvía contra ti, porque al topar con ese muro de silencio, acababas por argumentar contra el otro y contra ti mismo. Parecía como si su rostro impasible fuera el reflejo de una negación no manifestada, una perpetua interrogación que se clavaba como una espina en el globo de tu supuesta lucidez y la hacia estallar, sin contemplaciones, y de eso se trataba : de acabar la conversación con un “pero, si yo no he dicho nada”, una traición saboreada por quién retenía el vaso dorado y seductor que te atraía para, una vez bebido el contenido, morir por el veneno del abandono inesperado, entregado inerme a las fieras que escupían asertos como dogmas de fe desde el púlpito de su falta de recato, cuando en la arena de la vida tanta desnudez de experiencia, conocimientos y sensaciones mostraban ellos como yo, igualados en la pantomima y condenados a no escuchar siquiera el aplauso de la única espectadora, monumento cincelado por el repudio, para la cual, ellos y yo ,representábamos inútilmente. Su espíritu pendular nos tenía confundidos, pero Elena combinaba los sentimientos como quien combina los colores de un vestido, consiguiendo que el cromatismo resultante fuera inusualmente atractivo. Dicho de otra manera: mantenía siempre encendida la llama del deseo, por exceso o por defecto. Actuaba como en el juego de la oca, solo que ella se adelantaba a decir lo de “tiro por que me toca”y tanto Matías, como Luis o yo mismo éramos jugadores pasivos a la espera de que su ficha ¿por azar? cayera en nuestra casilla. Nuestra actitud era la del bobo de feria o la del paleto, al que cualquier modernidad le encandila. Esa situación nos dividía, insinuaba favoritismos inexistentes o despechos teatrales, que admitíamos como principios inmutables grabados en tablas de ley, y hoy vivía su momento de gloria uno y mañana su calvario, y esta era la gracia que le encontraba Elena, la de ser abeja reina entre zánganos, cortesana en una corte sin milagros, acostumbrada a poner los pesos en la balanza según le pareciera, pues nos consideraba ciegos e inexpertos –no sin razón- y prestos a satisfacer sus ardores como y cuando lo requiriera el caprichoso designio de sus coyunturales querencias, las cuales, si algo tenían de relevante, era la naturalidad sicalíptica con que se planteaban, lejos de la ambigüedad y del “si quiero-no quiero”. Ella sabia entregarse a las circunstancias, que eran su espacio elemental, mientras el nuestro, por consecuencia, derivaba hacia la contingencia del se toma o se deja, lo que nos convertía en oportunistas , la peor de las raleas, gente sin principios o que los oculta por el placer momentáneo que resulta del hecho de ser elegido frente a otros, y lo curioso es que el escenario lo preparaba con las palabras, su arma favorita de seducción, pues sus conocimientos, en cualquier terreno, eran superiores a los nuestros y se hablara de arte, política, literatura o de lo que fuera, sus comentarios eran precisos y fundamentados. Sorprendía en ella esa sólida base cultural que nadie adivinaría en una primera impresión superficial. Esta faceta sabia como explotarla, pues sus opiniones las dejaba caer con cuentagotas y este era parte de su atractivo, la poca generosidad a la hora de expresarse en cuestiones no cotidianas más próximas a la especulación que a los quehaceres más triviales, en los cuales ocupaba la mayor parte de su tiempo y de su conversación. Alguna vez, era inevitable, le preguntamos por su pasado, qué había estudiado o lo que había hecho hasta ese momento, entonces salía con alguna evasiva y el misterio intelectual comulgaba con el físico. Y así era que nos tenía, como a las ratas de Hamelin, desfilando al son que ella tocara, completamente esclavizados por el color de sus antojos.


CAPITULO SIETE



Estaba todavía medio dormido, cuando sonó el timbre de la puerta. Me extrañó, y antes de abrir, observé por la mirilla: no era nadie que conociera. En la deformada perspectiva, aumentada por la oscuridad del rellano, me pareció distinguir a un hombre joven que miraba unos papeles. Abrí sin mucho convencimiento y él me saludo:
-Buenos días. Es usted Sebastián Aguilar Pérez.
-Si
-Le traigo esta citación del Juzgado de instrucción número dos.
Mientras decía esto me pasó un papel donde constaban una serie de datos, entre ellos el motivo de la citación: sumario 132/05. Delito de imprudencia temeraria con resultado de muerte y otro de omisión de socorro.
-Oiga, está seguro de que esto es para mí-le dije.
-Su nombre es ese, verdad-asentí-. Entonces es para usted. Firme aquí, por favor. Gracias. Le recuerdo que si no se presenta voluntariamente, el Juez puede decretar orden de búsqueda y captura.
Cerré la puerta y me senté en el sofá, aturdido. No entendía nada. Se me citaba a una comparecencia. Era el procedimiento habitual en las investigaciones judiciales, que, normalmente, se iniciaban con la declaración del imputado. Así me lo había dicho Fátima, una amiga abogada. Debía presentarme en el Juzgado a las diez de la mañana del martes siguiente. Faltaban seis días. Cogí la agenda y busqué el teléfono del despacho de Fátima.
-Hola, soy Sebastián, ¿cómo estás?
-Vaya sorpresa, no sabia nada de ti desde….
-Desde el verano.
-Si, eso es. Bueno ¿Qué tal te va?
-Bien, verás, necesito consultarte una cosa.
-Tú dirás.
-He recibido una citación del Juzgado y es por un asunto que, ahora mismo, ignoro por completo.
-¿De qué clase de Juzgado me hablas?
-De uno de instrucción.
-Vaya, un asunto penal, pero ¿en qué lío te has metido?
-No lo sé. Tengo que presentarme el próximo martes en la comisaría. Para declarar, supongo.
-¿No te interrogó antes la policía?
-No, es la primera noticia que tengo.
-Bueno, debe ser algo que lleva directamente la policía judicial. Mira, vamos a hacer una cosa, dame lo datos y yo te lo miro.
La tarde anterior a la citación quedé con Fátima para que me pusiera en antecedentes. Fátima me dijo que se trataba del Seat 127, un testigo dio los números de la matricula de mi coche como causante de un atropello. Me quedé sorprendido.
-¿Sabes algo de esto?
-Nada.
-Seguramente es una confusión, el suceso ocurrió de madrugada y es fácil equivocarse con los números de la matrícula. ¿Cogiste el coche aquella noche? Creo que fue el 18 de Febrero, un sábado.
-Si, es posible. Casi todos los fines de semana lo utilizo, pero no recuerdo exactamente si esa noche lo hice.
-¿Has notado algún golpe en el Seat?
-La verdad es que sí, le noté una abolladura en el morro, en la parte derecha, el faro estaba suelto, pero pensé que había sido en la calle, alguien que aparcó mal, o algo así. De todas maneras-comento Fátima- se trata de un anciano y la causa directa de su muerte no fue el golpe, que apenas le hizo caer. Según parece el coche pudo evitar el impacto directo. El hombre murió de un infarto. Debió se ser por el susto que se llevó.
-Vaya, si que lo siento.
Llegó el martes. El Juzgado estaba en el último piso de un edificio octogonal, donde, con criterios funcionalistas, se agrupaban las dependencias de las diferentes especialidades. Nada más entrar, en la pared izquierda, un panel indicaba los Juzgados existentes y su localización en un croquis. Al fondo, dos parejas de ascensores a cada lado de una escalera de caracol ridículamente angosta, hacían esperar a reducidos grupos de justiciables. No hay grandes diferencias entre un edificio de este tipo y unos grandes almacenes, en las horas punta el trasiego de gente es continuo, se espera turno para que a uno le atiendan y casi siempre te vas con algún papel en la mano, como si fuera el ticket de un artículo que hubieras comprado. El juzgado ocupaba una esquina de la tercera planta y a él me dirigí para presentarme. Nada más entrar di con una sala rectangular, donde se amontonaban alineadas una serie de mesas con sus correspondientes sillones, y en los sillones los respectivos funcionarios. Le hablé al más próximo a la puerta, un chico moreno que llevaba unas gafas metálicas.
-Estoy citado por este asunto.
Miró la citación y dijo:
- Un momento, por favor.
Se levantó y despareció por un pasillo. Un minuto más tarde apareció de nuevo:
-El juez está ocupado en este momento, si es tan amable espere fuera que enseguida le avisamos.
Estuve esperando un buen rato, hasta que el empleado que me había atendido vino a avisarme:
-Venga conmigo.
Me condujo a un despacho bastante amplio, escasamente decorado: paredes amarillo claro, una estantería grande con los inevitables volúmenes de Aranzadi y otros textos jurídicos, una fotografía del rey. El juez estaba sentado en un sillón de cuero y examinaba el expediente que tenía sobre la mesa. Una de sus manos, indolente, se posaba sobre un compendio de leyes penales.
-Siéntese-me dijo. ¿Sabe por qué se le ha citado?
-Si, he procurado enterarme antes de venir.
-Es un asunto grave, una persona ha muerto.
-Mire, sé que dicen que se trata de mi coche. No sé si es cierto o no, pero aunque lo fuera, le puedo asegurar que no era yo el conductor.
-¿Dónde se encontraba usted el sábado 18 de febrero a las dos de la mañana?
-Ahora mismo no sabría decirle, ha pasado un mes.
-Es importante, por su bien, que procure hacer memoria. Necesita que alguien corrobore su declaración.
-Espere un momento, creo que ese sábado fui al cine, a una sesión nocturna.
-¿Fue solo?
-Si, suelo ir solo.
-Muy bien, pasemos al coche. ¿Lo utiliza solamente usted?
-No, a veces se lo dejo a alguno de mis amigos.
-¿A qué amigo en concreto?
-Se lo he dejado a varios. Hay noches en las que me lo piden para ir a algún sitio que queda lejos. Si no me apetece ir y veo que quién me lo pide no ha bebido mucho, se lo presto.
-Es usted muy generoso.
-Con mis amigos procuro serlo.
-Por lo que sabemos hasta ahora, según testigos, era un hombre el que conducía.
-Yo no le puedo decir nada más, han sido ustedes los que me han informado a mí. Si le soy sincero, el más sorprendido con todo esto soy yo.
El juez me miró unos segundos, por encima de sus gafas de lectura.
- De acuerdo, por el momento confiscaremos su coche. No haga ningún viaje, podríamos llamarle de nuevo. Otra cosa, ¿lleva el carné de conducir encima?
-Si
-Déjelo en Secretaría, se le va a retener provisionalmente.

Me levanté, pero antes de salir se me ocurrió decirle:

-¿Puedo hacerle una pregunta?
-Hágala.
-¿Como supieron mi dirección? Yo habitualmente resido en Coruña. Sé que allí no han llamado.

El juez repasó las primeras hojas del sumario y dijo:
-Aquí consta una denuncia contra usted, donde figura su domicilio en Santiago. Está escrita a máquina y entregada en Comisaría. No lleva firma.



CAPITULO OCHO


Se encontraban sentados frente a frente, como dos jugadores de ajedrez. Luis acababa de terminar el servicio militar, su piel olivácea recordaba los días al sol en tierras del sur. A mí siempre me daba la impresión de que podía haber hecho carrera castrense, era seguramente por ese aspecto rústico, desaliñado, de barba naciente, y esa mirada desafiante que a veces tenía, como si te retara a contravenirle. Sin embargo, aquella tarde, su imagen abatida, contradecía la expresión habitual. Matías le miraba a los ojos y fue el primero en hablar:
-Bueno, ¿qué es lo que querías?-dijo Matías con evidente disgusto
-Es por ese asunto de Sebastián que me contaste. Me extraña tanto lo del accidente de coche-dijo Luis. Estoy preocupado por él.
-No tienes que preocuparte, seguro que es una confusión. Aunque, la verdad, es que podría ocurrir. Sebastián bebe mucho, además, es de esas personas a las que el alcohol vuelve indiferente a todo y son capaces de asumir más riesgos de los debidos.
-Yo no lo creo así, Matías. Es posible que alguna vez haya cogido el coche con alguna copa de más, pero nunca le he visto hacer tonterías.
-Mira, Luis, dejemos que la justicia haga su trabajo. Lo único que puedo decir es que si puedo ayudarle en algo, lo haré.
-Y yo también, por supuesto.

Matías mostraba signos de sentirse molesto, y alegando una excusa, se despidió de Luis. Este por su parte pensaba, con un temor atávico, que si Sebastián era culpable, de alguna manera lo seríamos todos. Quería entenderle, apoyarle, pero tenía miedo. Algo en su interior le decía que había que rehuirle, que su caída le arrastraría también a él. Era como si estuviéramos irremediablemente unidos y la perdición de uno se extendiera, cual epidemia, al destino de los demás, condenándonos en conjunto, por una especie de cooperación necesaria al delito, fuera quien fuese el verdadero autor o responsable. Esto también lo presentía Matías y ese riesgo no lo quería asumir, él era la esperanza, el libro abierto donde todavía se podían escribir líneas sin mancha, y Sebastián era la tinta mojada que convierte el coherente discurso de los hechos en agujero negro que absorbe el porvenir y lo mata. A Matías solo le interesaba la historia de Sebastián para contarla, no para participar en ella. Le espiaba a escondidas, le analizaba, convencido de que su extrañeza merecía un relato pormenorizado, algo más que la crónica de un suceso, pero de ahí a tener que purgar sus culpas existía una gran diferencia. No estimaba a Sebastián, le interesaba como espécimen de laboratorio, nada más .En su labor de detective no movería un dedo por él, tampoco le compadecería, iría anotando punto por punto los síntomas de su deterioro con el escrupuloso celo del investigador, solamente como tributo al testimonio que le debía. Pues era cierto que Sebastián le había ayudado, como nadie lo había hecho, cuando una depresión, el primer año de su reencuentro, le aisló del mundo. Pero de ahí nacía su resquemor. Hay quién alimenta el odio contra aquellos que conocen sus debilidades, y en vez de agradecimiento sienten un incontenible deseo de dañar al confesor, y esperan la ocasión como el cazador ronda a su presa, fingiendo una amistad inexistente, ocultando sus verdaderos sentimientos. Se convertiría en el cronista de una destrucción, de la bajada a los infiernos de su confidente ¡podría soñar con un triunfo mayor! Mentía cuando le dijo a Luis que a Sebastián no le pasaría nada, creía y deseaba con todas sus fuerzas que el proceso de su descomposición fuera imparable; ignoraba si la circunstancia del accidente sería el desencadenante, pero este, estaba seguro, suponía una buena oportunidad para sellar la suerte de Sebastián. ¿Qué esperaba Luis que hiciera él? Luis, tras sus rasgos de rudo montañés, escondía un temperamento débil. Y la debilidad, era lo que menos necesitaba Matías.



CAPITULO NUEVE

En la madrugada las luces mortecinas de la calle empedrada me decían que no siguiera. El Franco era una vena seca, extraña al tránsito imparable que mostraba en sus horas de plenitud. Las farolas amarilleaban las losas brillantes, el silencio llenaba los huecos de los bares desiertos, nada se oía, ningún ser mezclaba el peso de su densidad con la visión nítida de un luna fósil; las sombras estaban ausentes, los olores esperados se fundían en el aire inodoro, el gusto a marisco insípido se pegaba a las yemas de los dedos y se guardaba como un perfume caro, el sonido de mis pisadas martilleaba el suelo como llamando a los muertos o a los divertidos duendes que alegran las voces y aligeran las penas, que estimulan la risa de los jóvenes paseantes y de las viudas en deuda que no supieron entregarse en vida a los amantes solícitos, y por ello circulan como diletantes espíritus, endomingadas de carmines y maquillajes espesos, al saludo de galanes supuestos, engañadas al rechazar los requiebros amatorios de algún joven que en apuesta inmoral hace de la burla ganancia de vinos y aguardientes, para él y sus colegas guasones, ignorantes de la fibra sensible que en la mujer insatisfecha suele convertirse en soga que aprieta el corazón y lo amordaza hasta que la locura asoma sus incisivos y los clava en el cuello de la virtud. Y, entonces, ellas si se parecen a los personajes de cuento que esperamos ver desfilar cuando hacemos la ruta de las tazas blancas, arriba y abajo del Franco, a un lado y a otro ,pero ahora no es su momento, ellas no danzan en la soledad ni saludan al vacío, eso queda para los solitarios caminantes que desfilan por la muda alfombra de los vicios callados, consumidores de secretos, atletas mudos de labios leporinos y dentadura hueca, de lenguas dobladas hasta la asfixia y corazones de granito, de siluetas ignoradas por las miradas penetrantes de las niñas risueñas, y de los sueños vencidos por el sopor de la raza que derrota a los nobles y encumbra a los simples. Y son los muertos los que llaman desde Toural a Quintana, en procesión rigurosa de almas en fiesta, y yo mismo me integro en la fila, en posición intermedia, para que no se me distinga en medio de la filoxera de cuerpos que susurran muy bajo las oraciones devotas que puedan favorecerles ante el juicio de dios, y yo digo la mía, arrastrado por la corriente mística ,e invoco las plegarias infantiles que todavía recuerdo: avemarías, credos y ruegos, y las digo entre dientes, por vergüenza que tengo de pedir lo que ante todos niego, y es tal el contagio, que la razón no atina a recobrar la luz, es la marea de los espíritus poseídos por la fe ciega, ignoro si estoy vivo entre muertos o muerto entre vivos. Sé que nadie pensará que voy acompañado como nunca he ido, y así es, aunque no puedan verlo, y quien se asome a la ventana en incipiente duermevela, no podrá recrear ni candiles ni sábanas negras, ni escuchará el murmullo del coro de los rezos ni sufrirá la lacerante herida que se forma en los pies desnudos que arrastran collares de dolores viejos y solo observará el esqueleto de un ejemplar de su especie que parece que levita sobre las gastadas losas que moja la niebla. Llegaré a la Quintana, y los cuatro caballos del agua me ofrecerán su grupa para subir los escalones impares de Platerías, ignoraré que los orfebres duermen en sus camas de plata el pacífico sueño de la Azabachería y en la plaza cuadrada descansaré, esperando que las nubes se abran cuando la luna lo pida, para hacer sombra de sombras sobre mi alma vencida.
Me sentaré frente a la puerta jubilar, como un peregrino que ignora que lo es, rendido a las gárgolas de expresiones siniestras, que en la oscuridad creciente entreabren sus bocas por las que chorrean miserias, y no me moveré de mi sitio aunque la puerta se abra y el mismo santo desde su barca de piedra haga relumbrar el retablo con llamaradas de duelo, ni aunque cien órganos me llamen con impaciencia de amante para que bese la espalda de Santiago el inclemente, el que espera que el mito no se transforme en tiniebla para que caigan sobre la tierra luceros de neón que iluminen el camino como señal de que estos tiempos son reconocidos por el creador primero; en el nombre de Santiago, del que llegan ecos de edad media y olores a incienso, porque el botafumeiro oscila por encima de los tejados de Compostela y nos deja el aroma que se pega a la piel y se hace pigmento y navega por las arterias hasta el mismo cerebro, donde marca el territorio de la memoria con hierro de amo austero. Y todo eso lo sentía yo, traspasado por la fuerza invasora, luchando con pasiva intransigencia, negándome a mover un solo músculo, ni aun cuando un regimiento de ángeles y arcángeles me desnudara y me anunciara el reino de los cielos con estimulantes sones de trompetas celestiales; ese no era mi mundo, el mío era sucio y vulgar, un tejido de insignificancias, un collage de materia orgánica corrupta que se va asentando bajo los sobacos de ese coro de vivos que en la otra Quintana esperan su turno ,en filas superpuestas, formando escaleras, porque quieren tocar la campana de la torre berenguela, y de allí al infinito cubierto de estrellas; se han ganado el jubileo y con júbilo me abrazan y siento el sudor y el aliento de esos fantasmas que hoy no están, en esta madrugada oscura y ausente, en medio de esta quietud que es falsa moneda con la que comprar ese momento de tregua, antes de que amanezca y el sol empuje a las nubes para denunciar mi presencia. Entonces estaré preso de esa multitud, enjambre de ovejas, cuyo pastor demora entre dorados anclajes, el beso redentor que les salvará de la hoguera.



CAPITULO DIEZ



Me dijeron que el anciano dejaba viuda. ¿Estaríamos hablando entonces de dos muertes en vez de una? A través de Fátima conseguí el nombre y la dirección: Eulogio Castro, Calle Jiloca, número 6. Se trataba de una vivienda situada en uno de los barrios más pobres; una zona de clase obrera, marginada, no solo por la lotería de las obras monumentales que pretenden ser emblema de las ciudades, sino, además, condenada al olvido del mantenimiento mínimo, aquel que convierte un sitio habitable en un arrabal proscrito. La casa de Eulogio era una especie de bunker de fachada grisácea, tenia ventanas de madera desconchada, pintadas de un azul oscuro y desvaído, el tejado de uralita semejaba un postizo, un tupé de surcos negruzcos que descargaba en los días de lluvia una mezcla de agua y detritus, su chimenea emergía como un periscopio por el que los viejos en su recogido existir de topos oteaban un horizonte inhóspito. La casa vivía, como los dueños, la decadencia de los últimos años de su existir; seguramente era lo único que tenían, aquel modesto cubículo de planta única que había envejecido con ellos como un pariente rico venido a menos, al que se hubieran arrimado y del que una vez utilizado no se pudieran desprender. La puerta lucía un llamador macilento con forma de mano herrumbrosa, que al golpear la bola de hierro emitía un sonido entre metálico y afónico. Lo así con firmeza y noté como el orín se pegaba a la palma de mi mano; golpee tres veces, pero dentro no se oía nada. Volví a golpear dos veces más, hasta que un chirriar de bisagras anunció que la puerta se abría. Ante mi se hallaba una anciana que me miraba con ojos indiferentes. Vestía blusa y falda negras, y llevaba puesta una chaqueta de punto. Por la edad, en torno a los ochenta años, deduje que debía de ser la mujer de Eulogio. Del interior llegaba un intenso olor a pescado frito.
-¿Qué desea?- me preguntó.
-¿Vive aquí Eulogio Castro?-dije, esbozando una sonrisa.
-Llega tarde, hijo, mi marido murió.
-No me dijeron nada, lo siento. Venia de parte de la Cruz Roja. Pertenezco a un programa de ayuda social y me habían encargado que asistiera a don Eulogio durante dos horas al día-dije entregándole un papel que me había inventado.
Ella no le hizo caso y abrió del todo la puerta.
-No importa. Pero no se quede ahí, pase-me cogió del brazo y me hizo entrar.
-¿Cómo se llama usted, señora?
-Herminia- dijo.
-Lamento que nos conozcamos en estas circunstancias, Herminia. ¿Qué le ocurrió a Eulogio?
Tardó un poco en contestar, mientras se dirigía a una salita y se acomodaba junto a una camilla redonda. Me hizo un gesto.
-Venga, póngase a mi lado.
Obedecí.
-¿Me decía, usted?
-Le preguntaba por lo que le pasó a su marido.
Por primera vez se fijo en mí más detenidamente.
-Sabe lo que ocurre cuando se pierde a una persona con la que has vivido sesenta años. Es como si una parte de ti se muriera con ella. Eulogio y yo estábamos muy unidos, éramos un solo cuerpo y una sola mente. Cuando ocurrió el accidente, lo sentí como si me hubieran atropellado a mí. El corazón me hirió y supe que algo malo le había pasado. Yo, en los últimos meses lo dejé algo abandonado. Tenemos una hija que está muy delicada y vive sola. Ahora mismo está en el hospital y voy a verla a diario. Mi marido no me acompañaba, porque él, debido a la artrosis, casi no podía moverse. Esa es la razón por la que solicitamos un asistente. Ignoro que es lo que le movió a salir aquella noche, yo dormía profundamente y no me di cuenta de que se había marchado. ¿Qué es lo que le pasaba por la cabeza? Eso no puedo decirlo.
-Está insinuando que buscaba ese final- la interrumpí.
-No, hijo, no estoy diciendo eso. Estaba deprimido porque se sentía viejo e inútil. Era un hombre muy activo y llevaba mal el paso de los años, pero no al extremo de echarse encima de un coche para acabar con su vida.
-Supongo que ahora debe sentirse muy sola-le dije.
-No se lo puede imaginar.
Herminia se levantó y se acercó a una fotografía enmarcada, que colgaba de la pared.
-Aquí estamos, él y yo, el día de nuestra boda- me dijo con tristeza.
Era una fotografía en blanco y negro típica de la época, los novios posaban orgullosos delante del altar. Herminia mostraba una sonrisa donde se adivinaba la ilusión de un futuro por construir, Eulogio aparecía tan digno como un coronel supervisando el paso de la tropa.
-Se les ve felices.
-Entonces lo éramos, teníamos toda la vida por delante. Luego las cosas fueron a peor. Eulogio empezó con su mala salud y yo tuve que trabajar duramente para mantenernos. He tenido que servir a otros, limpiar lo que los señores ensuciaban, cuidar a niños insolentes y malcriados por sueldos miserables; pero no en las condiciones que las sirvientas tienen hoy en día. A mí no me hacían contrato ni me daban de alta en la seguridad social, en aquella época trabajábamos por poco más que el sustento. Además, muchas veces no te contrataban porque pedías un horario para poder estar con tu marido y tu hija, en la mayoría de los sitios solo querían internas. Por suerte pudimos juntar unos pequeños ahorros y eso, unido a lo que cobrábamos por la incapacidad de Eulogio, nos permitió comprar esta humilde casa y a mi dejar ese trabajo humillante.
-Pero usted fue maestra-le dije señalando un descolorido titulo de maestra nacional que estaba junto a la fotografía.
-Si, lo fui hasta el final de la guerra, después ya no me dejaron ejercer.
Herminia descolgó la fotografía y la estrechó contra su pecho. Sentí que mi obligación era decirle la verdad, cuál era la razón por la que estaba allí. Pero ni yo mismo lo sabía. De repente me invadió una sensación opresiva, las paredes se acercaban, el papel pintado dibujaba caras amenazadoras, los muebles: una cómoda pasada de moda, un sillón rojo extraordinariamente estrecho y una estantería barata abombada en alguno de sus estantes por el peso de libros irregulares, empezaron a girar como en un torbellino, el desagradable olor a fritanga tomaba posesión de mis fosas nasales.
-¿Se encuentra bien?
-Si, estoy bien-contesté-. Perdone, pero ya la he molestado bastante. Será mejor que me vaya.
La imagen de Herminia me recordó la de esas mujeres que aparecían en los medallones antiguos, esos colgantes que lucían las damas con preciosos esmaltes por fuera y que al abrirse dejaban ver el retrato del ser más querido. Solo que ella no llevaba el pelo recogido, ni se adivinaba su cuerpo entallado por un vestido de época. Su pelo cano y ondulado descansaba sobre los hombros, y su rostro ajado todavía chispeaba vida por los balcones de sus ojos claros.
-Antes de irme quisiera preguntarle algo-le dije.
-Pregunte lo que quiera.
-¿No quiere que se haga justicia? No le gustaría que cogieran al culpable y le castigaran por su grave imprudencia.
-¿Cambiaría eso las cosas? ¿Me devolvería a mi esposo? No, verdad, entonces qué importa, los que tengan que hacer justicia ya la harán, y sino ya se encargará Dios. Al final, todos pagamos por nuestras culpas, en este mundo o en el otro.


CAPITULO ONCE

El viejo arrastraba el carrito como si fuera una condena de los dioses. Su ropa sucia y gastada, despedía un olor desagradable. El carrito chirriaba bajo el peso de una carga indefinible. Siempre encorvado, su mirada estaba permanentemente fija en el suelo, parecía un gran pájaro negro en busca de alimento. Le había visto muchas veces y muchas veces me había pedido dinero: “me das una moneda, chico”. Yo, incómodo, no le contestaba y seguía mi camino. Hoy era distinto, estaba decidido a darle el billete que llevaba en la mano. No era un billete cualquiera. La noche anterior, al volver a casa, me lo encontré en el suelo. Estaba en medio de la acera, arrugado, redondo como una pelota. El color verde original se había vuelto ocre; las figuras, los dibujos y los números habían perdido su significado de cambio y se habían convertido en símbolos vacíos. Fue en ese momento cuando me acordé del viejo. Le busqué por las calles que frecuentaba, no tardé en dar con él. Me acerqué y le dije enseñándole el billete: “esto es para usted”. El viejo contestó sin mirarme, con una especie de gruñido. Ni siquiera se detuvo. Con un movimiento rápido le introduje el billete en uno de sus bolsillos. Le vi alejarse, indiferente, con la espalda curvada, los hombros hundidos, farfullando. Al principio me sentí defraudado, pero luego comprendí que para este anciano el dinero no tenía valor alguno: pedía una moneda por el placer de molestar. Su ritual diario consistía en exhibir su desprecio, su máxima aspiración no era el escupitajo físico, sino el moral. Buscaba víctimas como yo, aparentemente sensibles a su figurada desgracia, entonces su carcajada se hacia más sonora y su orgullo de cazador se cobraba otra pieza. Me decía que quedaba el consuelo de mi satisfecha conciencia, lo cual era una idiotez porque solo se ayuda a quien se siente ayudado, y no era quién de negarle a este viejo la capacidad de discernir entre lo bueno y lo malo, entre el agradecimiento y el rechazo. Por tanto, hasta el más complaciente de los razonamientos me enfrentaba al ridículo, y así lo comprendía, herido en mi amor propio, pagando el precio de la ingenuidad bienintencionada, mientras él, en su cruzada contra el mundo, se sentía de nuevo vencedor, y preparaba las armas del camuflaje, sabedor de que el cepo, tarde o temprano, atraparía, sin clemencia, a otro incauto. Este era su regocijo, la culminación de su felicidad, y a ello se entregaba, cual camaleón desnaturalizado, que teje, como si fuera una araña, la tela del escarnio. Insultante pasatiempo que daba razón a su vida, aguja ardiente que busca el corazón inexperto en el que clavar su resentimiento, madurado y dispuesto a exhibirse, siempre al acecho, como una viuda negra de carnaval.


CAPITULO DOCE


Ha llegado Luis con unos panfletos en la mano. Se ha sentado con aire clandestino y nos ha dicho en un susurro:
-Mirad esto, es un partido que se está formando con gente joven. Son de izquierdas como nosotros y tienen un ideario político muy atractivo. Conozco a uno de los fundadores, se llama Alberto y nos ha invitado a una reunión esta tarde. Podríamos ir ¿no?
-¿Son nacionalistas?-le pregunté
-Si, pero son más progresistas que nacionalistas, es gente muy preparada.
-A mi me gustaría saber- intervino Matías- si su disciplina interna admite el derecho de tendencia, o no.
-Creo que son abiertos- respondió Luis-, pero no sé hasta qué punto. Si vamos a la reunión podrás preguntarlo.
-Ese Alberto es economista ¿verdad? No es uno que ha escrito un libro sobre el atraso económico de Galicia , que si esto es una colonia y todo eso-dije.
-Si, es un ensayo interesante. Forma parte de su propuesta para mejorar la situación de nuestro país.
-¿Nuestro país?- dijo Matías. Ya estamos con el concepto de nación a vueltas. Yo creo en ideales: justicia, libertad y cosas así. Si se trata de comerte el coco con la idea de patria y similares, no cuentes conmigo.
-No perdemos nada por escucharles- insistió Luis. ¿Tú que opinas, Sebas?
-Bueno, esta tarde no tengo nada que hacer, podemos oírles y después ir a la asamblea de distrito, siempre es divertido.
-Por mi parte lo tengo claro- dijo Matías. Prefiero quedar con Julia en el Galo.

Acudimos a la hora fijada. La reunión tenia lugar en un piso de la parte nueva de la ciudad, Luis me estuvo aleccionando sobre las elevadas miras del partido y la valía incuestionable de sus cabecillas. Yo le escuchaba con escepticismo.
-Alberto será un político importante, tiene calado ideológico y está muy preparado, además es un líder nato y muy pronto serán una alternativa a tener en cuenta- decía Luis
-Si, pero vamos a ver ¿qué son? ¿socialistas o nacionalistas? ¿leninistas, maoístas, o trotskistas? O tal vez nacional-socialistas?-le espeté con ironía.
-Oye, no hagas bromas con eso- dijo Luis algo enfadado. Son básicamente socialistas, con un fuerte componente nacionalista.
-¿Son extremistas?
-No, hombre, si te refieres a que apoyan la lucha armada, por supuesto que no.
-No sé, Luis, a mi la política me interesa, pero creo que es una más de las cosas que hay en la vida, también están la literatura, el cine, la filosofía, quizá sea demasiado individualista para implicarme en un proyecto común como es el de afiliarte a un partido, puedo simpatizar con alguno, aunque no creo que vaya más allá.
-¡Pues si que vas convencido!
-Entiéndeme bien, me gusta vivir en una democracia y tal vez ahora, tras la muerte de Franco, sea el momento de hacer política. Me siento obligado a participar de alguna manera, por eso voy.
Cuando llegamos, ya estaban reunidos en torno a una mesa rectangular. Hablaban entre ellos en un tono bajo, algunos tomaban café. Habría unas siete u ocho personas en la sala, uno de ellos se levantó y nos saludó:
-Hola, soy Alberto.
Seguidamente, nos hizo sentar. Por lo que puede deducir, el tema de conversación era la estrategia a seguir ante la inminente convocatoria de una manifestación estudiantil, unos querían participar en la convocatoria unitaria de partidos de izquierda y otros preferían hacer una convocatoria independiente. Un chico moreno, que llevaba unas gruesas gafas de concha, dio un golpe sobre la mesa:
-Yo con esos no voy a ninguna parte, es que no os dais cuenta de que nos llaman cuando les interesa y cuando no les interesa es como si no existiéramos, y por si fuera poco, ideológicamente, estamos muy lejos de ellos.
-Mira, Carlos, en ocasiones es preferible ser más pragmático que idealista, ahora mismo es mejor colaborar con ellos. No debemos olvidar que solo la unidad de los progresistas podrá vencer a la derecha conservadora, ya tendremos tiempo de dejar clara cual es nuestra posición.
Después hubo otras intervenciones: una joven pelirroja apoyo las tesis de Alberto, otro propuso desmarcarse de la manifestación y centrar la estrategia en la captación de estudiantes y obreros a través de células informativas, otros callaban y se limitaban a fumar. Tuve la sensación de que había oído lo suficiente, los mensajes eran conocidos, las actitudes también, por las miradas que me dirigían de soslayo supe que me estaban tanteando y que el dictamen no iba a ser positivo. Le pregunté a Luis si nos podíamos ir, él contestó con cierta decepción:
-Vete tú, si quieres.
-Podemos vernos más tarde en la asamblea, ¿vale?
-Vale.
La asamblea empezaba a las siete de la tarde en la Facultad de medicina. Esta universidad compartía con la de historia un estilo arquitectónico clásico de fachadas suntuosas con columnas robustas coronadas por capiteles dóricos. Era un estilo de aire neoclásico importado-ignoro si oficialmente lo era-, nada genuino, aunque dotaba a las edificaciones de una grandiosidad que tenía algo de impostura. Digo que ambas facultades compartían ese aire de clasicismo solemne, de tradición arcaica decadente, vulgarizada por el uso poco original de las líneas geométricamente definidas en el trazo angular de sus pliegues demasiado regulares; la Facultad de historia tenia una vocación mayor de rebeldía, estiraba las mandíbulas de su pórtico con el instrumental quirúrgico de una escalinata; la de medicina era mas plebeya, asentada en la uniformidad del terreno, como si la ciencia no pudiera entregarse a las veleidades del arte, y reivindicara negocios más terrenales: los de los cuerpos que necesitan ser reparados. Cada una, a fin de cuentas, simbolizaba sus fuentes y las homenajeaba, al igual que hacían los estudiantes: los unos ,poseedores temporales del saber médico, aspirantes a Hipócrates, Avicenas, Maimonides, Esculapios modernos o a simples curanderos bien retribuidos; lo mismo se podría decir de los filo-historiadores, que algún día ejercerían de profesores en Institutos de secundaria, o tal vez, si esto no les tentaba y tenían ciertas habilidades manuales, completarían su formación en una escuela de bellas artes para poder dedicarse a pintar, a restaurar, a cuidar algún museo o a ser comisarios de exposiciones temporales. Pero eso era el más allá y ahora a nadie preocupaba, el hoy estaba hecho de algarabía, de deseos de cambiar el mundo, de vivir el sueño de la revolución universal, herencias del mayo francés, de las hermosas frases del tipo “vive como piensas o acabarás pensando como vives”, tan ancladas en el inconsciente colectivo que era difícil no contagiarse de ese ambiente de efervescente libertad de conciencias, con su virginidad de principios por descubrir y experiencias por compartir, con sentimientos puros y nobles que surgían de bocas que todavía no habían aprendido a mascar palabras como hipocresía o engaño; que aún estaban en esa etapa biológica que espera de un momento a otro el florecimiento de la primavera infinita, el retorno al edén; que tenían la esperanza, cada vez menos oculta, de ser la generación que nos hizo perdonar el pecado original, la de la salvación, aquella que por fin devolverá a la condición humana su imagen primera, preñada de inocencia, redimida, y todo gracias al convencimiento unánime de haber sido elegidos-como cualquier otra generación que se precie-para rehacer los estratos de una sociedad caduca y corrompida, necesitada de valores, de los que ellos, como nuevos Mesías, estaban bien provistos. Me entretenía pensando en esto, cuando me di cuenta de que estaba rodeado por grupos, que en alegre bullicio, y en la misma dirección, formaban una riada de cuerpos en movimiento con destino a la asamblea. En efecto, ya se veía como entraban sucesivamente por el pórtico y copaban el pasillo principal hasta penetrar en el enorme anfiteatro del aula magna. Daba como un ramalazo de timidez encontrarse de pronto ante tal jolgorio de juventud con sus manifestaciones más propias: hablando, riendo, formando, en el ejercicio del rito tabacal ,una densa humareda que después de un rato hacia picar los ojos. Era imposible, no ya solo encontrar un sitio, sino un mínimo hueco, por fin pude, como si estuviera en el metro en hora punta, irme colocando, hasta situarme pegado a la pared, muy próximo a la entrada. En la tarima aparecieron algunos de los más conocidos líderes estudiantiles con la intención de coordinar la asamblea. Inútil pretensión, pues precisamente el mayor atractivo residía en el carácter imprevisible, la anarquía absoluta de las intervenciones más dispares, el enfrentamiento inesperado y la traca final con que indefectiblemente terminaban: el número de circo que montaban los personajes más extravagantes, auténticos alma mater de este cónclave juvenil, artistas en ciernes cuyos premeditados números estrella aplaudíamos a rabiar, especialmente cuando la inspiración los arrebataba y los elevaba a las altas cimas del éxtasis. Ese día el cuncas recitaba, con ademanes histriónicos, una de sus poesías subversivo-surrealistas, lo que irritaba a la mari que le mandaba callar a voz en grito, lo que aprovechaba alguien para soltar un ¡viva Franco! Y ya estaba armada, y los líderes gritando para que se calmara la concurrencia, y todos elevando la voz, protestando unos, carcajeándose otros, y adiós asamblea. En medio de la revuelta me ve Santi y me dice: “tengo chocolate para luego”, al tiempo que me da con el codo, y yo ni le contesto, y por fin aparece Luis, viene con Matías y con Julia. Les comento:
-Esto se ha acabado, ya no hay quién se entienda.
Julia está muy contenta, ha conseguido aprobar una asignatura que se le había cruzado. Nos vamos a tomar unos vinos. Matías toma la mano de Julia, Luis camina adelantado, mientras yo me aparto un poco de la pareja. Matías viste para la ocasión chaqueta de pana marrón y pantalón claro, Julia parece una hippie a la que se le ilumina la cara. Matías quiere combate:
-Amigos, la poesía es lo sublime, es el arte de las artes, en un verso se encierra un mundo, ni la mejor de las novelas puede igualarse….
Me azuza:
-¿y tú no dices nada?
-A mi me gusta la novela, ya lo sabes –le digo
Mete el estoque:
-La poesía no la aprecia cualquiera, es necesaria una sensibilidad especial.
Pincha en hueso:
-No me interesa nada de eso, Matías.
-Déjale en paz-interviene Julia.
-Bah!, con vosotros no se puede tener una conversación mínimamente interesante.
Julia se suelta y toma por el brazo a Luis:
-Luisito, Luisito no te nos escapes. A ver¿ por qué estás enfadado?
-No estoy enfadado –dice Luis.
-Alto, paramos aquí-Julia elige, porque se cree con derecho a ello. Es la reina de la fiesta.

Ha elegido una tasca como cualquier otra. El tabernero coloca cuatro tazas de cerámica blanca, unas pegadas a las otras, como si fueran un pelotón de fusilamiento. Lleva una jarra de Buño en la mano, desde la que vierte, sin decir nada, el líquido que se derrama incontinente y decora la barra de madera que está salpicada de círculos de vino, algunos completos, otros incompletos. Hago un recuento rápido para saber si predomina el blanco o el tinto, decido que gana el tinto y me alegro de que esas cuatro tazas de ribeiro alteren la estadística. Enfrente de mí, un espejo carcomido por minúsculos puntos negros es incapaz de devolver nuestras imágenes definidas. Me creo que es una pantalla de cine y que esto es una mala película, filmada a cámara fija bajo un guión insulso, con actores aficionados que no se saben el papel, ni se atreven a improvisar o que repiten la escena que anteriormente reflejó el mismo espejo. Matías es el actor principal, el héroe romántico que quiere batirse en duelo. Escenifica la escena del calumniado y le tira el guante a Luis:
-Oye, Luis, ahora que está Julia delante, por qué no aclaras tus comentarios sobre Elena. Luis trata de esquivar el reto:
-No sé a qué comentarios te refieres
-Si, hombre, a sus devaneos con nosotros ¿recuerdas?-insiste Matías.
-Bueno, lo único que dije es que le gustaba coquetear-intento aclarar Luis.
Matías se rió:
-Hay que ver que fino te has vuelto.
-Vete a la mierda.
Julia me mira y yo me encojo de hombros, como no dándole importancia. Bebemos. Seguimos bebiendo. De forma rutinaria hemos puesto rumbo al Galo. Es una noche clara de primavera, en la que el plenilunio ilumina el camino. El Galo espera el sonido de las trompetas de Jericó, nuestra simbólica tribu va a tomar posesión de sus muros con la estrategia de Alibaba. Al conjuro de las palabras mágicas un agujero en la piedra se abrirá y penetraremos por la entrada secreta que solo conocen los iniciados, saquearemos las copas y sus preciados licores: absentas, aguardientes, calvados; caldos preciosos y multicolores, que en improvisado ardid, ingeriremos invocando a Dionisos, el dios alegre, el pífano, el embriagador de sátiros. Esa es mi aspiración ahora, y no la comunico, espero a que el arco del triunfo de la taberna, ausente el emperador, se digne acoger bajo su sombra mis huesos mortales, con ellos la cohorte que formamos, sin yugos, uncidos por la comunión de nuestros cuerpos múltiples ,y por la simpatía que nos une como si fuéramos circuitos del alma interconectados a una bomba de relojería que estallará cuando ya no estemos, y destrozará los recuerdos que dejamos, y esa es la mayor carnicería que imaginarse pueda, o es que ¿hay quién puede sobrevivir a su nostalgia? ¿Qué es lo que te queda cuando tus propios lamentos te ahogan? ,y otras preguntas que uno suele hacerse cuando siente que ha perdido algo, o que se ha equivocado en las decisiones que ha ido tomando, creyendo que hacia lo correcto o simplemente porque si, ya que uno acaba por no recordar la razón por la que se eligió esto y no lo otro, ni los componentes de azar o predestinación que pudieron confluir, ni tampoco las posturas ajenas, que a buen seguro, encauzaron lo derroteros que tomaste. Pero eso es el porvenir y el artilugio lo estamos construyendo con la química total de lo efímero: uno pone los cables por cuyo interior circula el alcohol que prenderá la llama del corazón esférico(tictac- tictac), otro la goma dos de la envidia, un tercero tiene el poder del detonante, y todos juntos transportamos este regalo de destrucción y lo paseamos como a un perro, y se lo dejamos a Raúl, el amable barman del Galo, para que nos lo guarde mientras especulamos sobre el contenido de la caja roja, anudada con un lazo negro, en la que cada uno hemos puesto una parte complementaria, a la que dimos otro nombre y otro fin, para que ninguno conozca la que pusieron los otros. Pero yo lo sé, dentro esta el mecano desconocido que late sin freno, el que Raúl deposita en la repisa, entre una botella de Jack Daniels y otra de Cointreau , sin preguntar nada, con ese mohín académico con que nos obsequia a diario. Dejamos el futuro convertido en elemento decorativo, a sabiendas de que cualquiera que pregunte no obtendrá respuesta, que esa respuesta será proclama cuando en el atardecer de los años volvamos a esta nuestra cueva no secreta, donde a Raúl o al que ocupe su puesto le diremos: ¿a qué no sabes que contiene esa caja? Y el contestará: “cualquiera sabe, lleva ahí tanto tiempo”. Y hasta que llegue el reencuentro, disfrutaremos de la música, como hace Luis, apoyado en la máquina de discos, seleccionando las tres canciones que le apetecen, y antes de que introduzca la moneda, me acerco y le digo: ¿Por qué no pones desafinado? Y el contesta: “eso esta hecho, amigo” y aunque podría darle a la tecla sin mirar, recorre con el dedo la lista de canciones, escrita a mano, hasta que llega a la trilogía: moustaki-aretha franklin-stan getz, y presiona con la costumbre del autómata, para que empiece a sonar el saxo; después elige por su cuenta una de Violeta Parra y otra de Joni Mitchel . En mi cabeza suenan todas juntas, mezclados los acordes, las melodías, los sones y las palabras de esas voces complementarias. Cuando el primer disco de vinilo cumple su ritual, y la aguja comienza a rasgar los surcos, yo ya estoy por el final, ya he tarareado todas las estrofas de todas las canciones que guardan la memoria de hoy, y es el eco lo que escucho, una grabación de la grabación de la grabación, cuando según both el side favor now del viento va rebotando de roca en roca para volver a la lámpara de Aladino, que es la máquina de música, la nuestra, a la que pedimos tres deseos, como tres salvavidas a que aferrarse, y ella nos los da, sabedora de que se naufraga tantas veces como sueños se tienen, y yo quiero tener muchos sueños y vivirlos cada noche con los compases de la melodía elegida, de las letras inmortales y los acordes sensuales que pueblan de misterio la caída al vacío, con ese goce de perdida de lastre y liviandad absoluta que se produce justo antes de que los ojos se cierren ante el terror de estrellarse contra el suelo, y en el ínterin, otra canción se inicia y muere, y así sucesivamente, para después de tres muertes y tres renacimientos sentir que un trozo de tu alma se ha cargado de energía, por lo menos de la suficiente para que los miembros se activen y el cerebro recupere un punto de lucidez con el que poder responder coherentemente a la explosión de impresiones que se suceden a un ritmo que no es precisamente el cadencioso de la música, entre ellas, las que tienen el don especial de concentrar tus sentidos, como, por ejemplo, la irrupción de Elena que aunque no está con nosotros-se acompaña de dos desconocidos, un hombre y una mujer, él trajeado y ella enchaquetada-se acerca para decirnos:
-Esta canción la habéis puesto vosotros.
Y se retira de nuevo a su arcano feudo con su señor del castillo y su ¿ama de cría?, a discutir los pormenores-eso lo imagino-domésticos. Matías, que todo lo intuye dice:
-Os apuesto algo a que son su marido y su hermana.
Julia le aprieta el brazo de manera instintiva, y a Luis se le enrojece la cara como a un niño pillado in fraganti por su madre en el cuarto de la criada, y a mí se me hace extraño que Elena no tenga ningún recato en traerles y mostrarles con absoluta inocencia el lugar predilecto de su traición, el escenario donde su esposo es obviado como si no tuviera identidad, ni DNI, ni descendencia con ella. He podido observar como en su dedo anular Elena lleva el símbolo del compromiso, un anillo de oro que nunca se pone, o que retira cuando le conviene. Me hubiera gustado que nos fueran presentados y se ve que Matías ha pensado lo mismo, porque sugiere:
-¿por qué no les decimos que nos acompañen?
A lo que Julia responde como un resorte:
-Si haces eso me marcho.
Y Matías, como si le hubieran dado el banderazo de salida, se levanta y habla con ellos. Julia no aguanta más, Luis y yo nos sentimos turbados. Ya vienen para aquí. Elena nos presenta:
-Estos son Sebastián y Luis-a Julia la ignora, luego, él es Antonio, mi marido, y ella Olga, mi hermana
-Hola.
-¿Que tal?
-¿Qué queréis tomar?-les pregunto.
-Una Coca-cola, por favor-dice Olga
-Yo tomaré una Heineken-pide Antonio.
-Para mí lo de siempre-sentencia Elena.
Ese “lo de siempre” impone una familiaridad incómoda.
-Elena me ha hablado mucho de vosotros- Antonio trata de ser amable.
-¿De verdad?-dice Matías con sorna.
-Si, os considera buenos amigos, dice que si no fuera por vosotros se aburriría. ¿No es así Elena?
-¡Oh! si, son unos soñadores. ¿Te cuento como conocí a Sebas? Un atardecer estaba contemplando la fachada de la Catedral y él se acercó. Creo que quería ligar, Elena me guiñó un ojo, estuvimos hablando de arte.
-Más bien hablaste tú ¿no lo recuerdas?
-Si, es cierto, yo estaba ensimismada, era la primera vez que veía la Catedral. Acabábamos de instalarnos. Después coincidimos en una discoteca-dijo Elena mirando a Antonio. Este hizo un gesto como de asentimiento.
-¿A qué te dedicas, Antonio?-interviene Luis.
-Soy marino mercante.
-Es una profesión interesante. Conoces mundo, aunque pasas mucho tiempo fuera de casa, ¿no?-le inquiere Matías.
-Mas del que quisiera, desde luego.
-¿Y tú Olga?¿qué haces?-le pregunto.
-Yo estudio empresariales, en Bilbao.
-¿Conocías Santiago?
-No, es muy bonito-contesta Olga.
La conversación se vuelve trivial. Julia no ha abierto la boca. Sobre la mesa las copas de licor han formado una corona alrededor de las otras bebidas, es Matías quién se ha preocupado de formar ese dibujo. Nuestra música hace mucho que ha dejado de sonar y con ella el gusto de estar allí.



CAPITULO TRECE



Ha transcurrido un mes sin novedades. Treinta días en los que las agujas del reloj giraron en la dirección correcta. He agradecido la discreción de mis amigos al eludir los temas delicados que me rodean. He tratado de ordenar las ideas como haría cualquiera que obrara con sensatez. He sobrevolado los límites de mi edad para verme con los ojos de la madurez. Eso he hecho, diciéndome a mí mismo que nada de lo que pueda ocurrir escapara a los designios de la razón; y la razón esta poniendo las vías por las que va a transitar la verdad, con su desnuda tozudez, vindicando mi posición dentro del orden prescrito, en donde hago número, por mi vocación de soldado raso que me permite pasar de puntillas entre los dedos opresores que apuntan tiesos a los protagonistas de la historia, la grande y la más modesta, sea la que figura en los libros o la que dibujan las noches de velas encendidas y paisajes costumbristas. He llegado al convencimiento de que no estoy hecho para ser pieza renombrada, sino peón que forma columna, una más de las columnas de un ejército de sombras, mito de la caverna, voluntariamente ciego, pese a no ser el que mira sino el que se desplaza a través de las paredes iluminadas por las fogatas indiscretas. No es mi aspiración elevarme por encima del mundo sensible sino refugiarme en él, esconderme, para pasar como en suspenso sobre los dardos que acechan, y no ser herido, ni nombrado, ni calumniado. Para ello no es necesario acostarse y recogerse en el silencio absoluto, y una vez embozado empezar a oír el cuchicheo de voces que atosigan .Basta con despertarse y levantarse, y salir a la calle para rozarse con la gente, e imaginar por un instante cualquier escena entre redes: Luis-Julia-Matías, Matías-Elena, Julia-Luis, Matías-julia, Matías-julia-Elena(bueno esta no)y suponer que en algún clarividente pasaje de esas conversaciones pueda surgir mi nombre: entre vaguedades o soliloquios neuróticos que de vez en cuando dejan su aroma prendido. Si analizara las veinticuatro horas o los mil cuatrocientos cuarenta minutos que tiene el día, esos pensamientos ajenos no estarían presentes ni en su milésima parte, en cambio esa paz, ese remanso de aguas estancadas que llena el rítmico caminar de los segundos, me permite acudir a la cita del existir con la certeza de aprovechar las verdaderas enseñanzas, aquellas que se derraman sobre la generosidad del lienzo blanco de purísima virginidad que cada uno tiene el privilegio de ir ensuciando. Amigos, la virginidad no es solo un concepto: para unos la prueba del amor eterno, para otros la prueba de la estupidez extrema. Es un componente más del organismo humano, un anticuerpo contra las agresiones externas, que nos lava la memoria y la deja vacía para que podamos llenarla de nuevo. Con ese espíritu liviano me enfrenté a una mañana luminosa que adelantaba el verano, embebí el aire frío, como un elixir, y mis pulmones hincharon sus alvéolos de regocijo. Recorrí la ciudad como si llevara una rosa de los vientos oculta entre las ropas, anduve de este a oeste, de norte a sur, pisando las señales que los peregrinos dejan como semillas de esperanza, con la velocidad de un rayo anunciador, sin conciencia de sus límites. Corrí con la alegría a flor de piel, con ganas de abrazar a todos los que conmigo se cruzaban, reía como un loco, con la boca abierta, para que el sol calentara mi saliva, que, como cada átomo de lo que estaba hecho, pugnaba por disgregarse en el cosmos más cercano. Soñé, por un momento, que vivía en el seno de las leyendas de la antigua Grecia, sufriendo, como mortal, el azote de los elementos con que los dioses demostraban su condición. Soñé en vano.¿Qué era yo? ¡Qué demonios creía que era! Estaba harto de intentar ser lo que no podía ser. Cuando estudiaba en el colegio, uno de los curas hombre abierto, pedagogo de altura, filosofo aficionado, decía que “uno tiene que aprender a aceptarse, es la única forma de ser feliz”. Tenía razón, no todos pueden nadar en un océano, algunos tenemos que conformarnos con una charca. Pero eso no está reñido con admitir que si queremos nadar solo lo podemos hacer en una charca. ¿Sería más sensato negarse a nadar? De momento nadaba como un pez en la pecera, así de satisfecho, tal vez, porque nadie me había dicho que aquello era una pecera.



CAPITULO CATORCE


Carmen vino a avisarme de que me llamaban por teléfono.
-Diga-pregunté.
-¿Sebastián?
-Sí, qué hay Fátima.
-Mira, te llamaba porque me ha llegado una comunicación del Juzgado referente a tu asunto. Nos dicen que han aparecido dos testigos. Tienes que presentarte el lunes para una rueda de reconocimiento.
-Vaya, parece que las cosas se complican.
-No te preocupes, si no tienes nada que ver con esto será un mero trámite. Además, puede servir para descartarte y con un poco de suerte archivaran diligencias.
-Bien, si no hay más remedio habrá que pasar el mal trago. ¿Cómo hacemos?
-Podemos quedar delante de los Juzgados. Tenemos que estar a las doce, así que nos podemos ver un cuarto de hora antes en la puerta principal. Procura que tu aspecto sea lo más normal posible, ya me entiendes.
-De acuerdo. Hasta entonces.
Carmen, que me había oído, me preguntó:
-¿Ocurre algo malo?
-No, no es nada importante-le contesté.
De la cocina llegaba un olor a conejo asado, la comida estaba preparada para ser servida.
-¿Quieres comer con nosotros?
-No, Carmen, gracias.
Me encerré de nuevo en mi habitación. Necesitaba una ducha para relajarme. Me quité la ropa y manipulé los mandos hasta que el agua estuvo a la temperatura adecuada. Me coloqué debajo del surtidor y el chorro caliente empezó a correr por mi cuerpo. El agua caía con fuerza y me parecía que golpeara directamente, sin mediación alguna, en el interior del cráneo. Estuve diez minutos bajo el surtidor, pensando en cómo era posible que hubiera testigos. Sin duda se trataba de una confusión y no debía temer nada. ¡Qué cantidad de molestias innecesarias! En fin, no quería obsesionarme con ello, lo mejor sería que fuera a la biblioteca a estudiar un poco y luego ya veríamos. Me vestí y fui a buscar los libros. Las tapas del Castán , al ser tan débiles como las páginas interiores, estaban medio rotas, al final, a medida que el uso se iba incrementando, acababan por desgajarse. El que cogí era el tomo cuatro, derechos reales: la posesión, la propiedad, el usufructo y otros. ¡Qué ironía! yo que hacia cálculos para repartir el poco dinero del que disponía para las necesidades y el ocio, tenia que estudiar el sacrosanto derecho de propiedad, eso si, con sus límites marcados por el interés público y los derechos de los demás propietarios. ¿Y si los derechos del gran señor feudal o los más probables de cualquier minifundista de bastón armado chocaban con el mío a respirar el aire que sobrevolaba su terruño? ¿Me echaría a los perros o me enviaría una manada de vacas en estampida para que aprendiera lo que era bueno? ¿Acabaría mis días cubierto hasta arriba por un monte de papeles que repetían en grandes letras la misma palabra: interdicto? Salí a recibir un día lluvioso, o más bien él me recibió a mí con luz apagada de tormenta inmediata. No tardó mucho en iniciarse, con aparato sonoro y lumínico, diálogo de truenos y relámpagos. El aguacero provocó una enorme riada que hacia borbotear las alcantarillas, el aire se refrescó y los semáforos se fundieron, a la par que se formaba un caos circulatorio. Eran las consecuencias típicas de una tormenta, lo más parecido a un asomo de Apocalipsis local. Disfrutaba, en ocasiones, viéndolas dibujarse en el cielo desde el refugio de mi ventana. Descorría las cortinas y con la cara próxima al cristal observaba el maravilloso espectáculo de la naturaleza desatada, los rayos semejaban arterias encendidas proyectadas desde los ojos de un dios colérico, los truenos eran rugidos de furia con que el alma divina hacia notar su descontento con los hombres, pero una vez más, el perdón acababa por llegar cuando las nubes se abrían como una fruta madura que ha desparramado su sustancia. Lo que ocurría es que, ahora mismo, mi situación no era tan poética, porque en lugar de estar arriba, protegido, estaba abajo, desprotegido. Dudé, si esperar bajo la oportuna cúpula de un comercio, o aventurarme hasta la biblioteca que me ofrecía cobijo cultural y metafísico. La tenia a trescientos metros y entre el me decido- no me decido, la tormenta dio una tregua. La marea de gente que se puso en movimiento me arrastró a las mismas puertas de mi objetivo. Acompañado del sacudir de paraguas y el restregar de zapatos en los felpudos, penetré hacia el corazón de la sala. Vano intento. A las cinco de la tarde de un martes extraordinariamente desapacible, no se podía esperar un maldito sitio libre. Me fastidiaba no poder cumplir con la rutina. En efecto, tenia los días marcados y era inflexible, cada hora recibía su justa ración de compromiso: levantarse cumplida ya la mañana, clases, comida, descanso, estudio hasta las ocho y de ahí en adelante vía libre; es decir, la rutina terminaba a las ocho en punto de la noche(invierno). Después, la monotonía solía perder su trono en beneficio de lo imprevisible. Lo imprevisible no era visitar lugares diferentes a los de cualquier otra noche, lo era la sinuosa relación humana por la que transitaba, con ello me refiero a que a medida que la noche avanzaba o, con frecuencia, desde el mismo juntarse los que siempre quedábamos, esto es Elena, Matías, Luis, Julia y yo, se empezaban a sumar los que no contaban inicialmente. Por ejemplo, a veces nos acompañaba Santi, un amigo de Matías, al que éste utilizaba porque nos proporcionaba chocolate cuando queríamos colocarnos un poco. Era un tipo de talla escasa, nariz aguileña, cabello engominado y bigote años cuarenta. Se reía con facilidad y les entraba a todas las tías como un semental de borrico. También estaban Mario y Susana, conocidos de Luis. No vivían en Santiago. Se presentaban todos los jueves. Las veleidades literarias de Mario surgían indefectiblemente cuando el alcohol y el avance de la madrugada habían dejado su huella, entonces hablaba de su novela por terminar y de sus fuentes de inspiración, entre las cuales ocupaba un lugar de honor Borges, ante el que imitaba, como si lo tuviera delante, un ademán de pleitesía. Susana era más discreta, posiblemente venia a divertirse, sin más. Era una chica muy guapa, con unos enormes ojos verdes que miraban con naturalidad. Solía desmarcarse de Mario cuando este se ponía trascendente. Y contaba historias, lo que hacia dudar de quién realmente escribía el libro. Recuerdo en especial una que mencionó: era sobre un anciano que habitaba en el mismo edificio que sus padres. El anciano vivía solo aunque tenía familia: una hija que residía en otra localidad y un hermano con el que no se relacionaba. El caso es que el anciano falleció y nadie se enteró hasta pasados tres meses. Los vecinos se preguntaban entre sí por él, y dieron por hecho que se había ausentado por un período prolongado. Alguien dijo que estaba cuidando a una enferma-era muy religioso y ayudaba frecuentemente al párroco en el cuidado de los feligreses más necesitados-, otro dijo que estaba visitando a su hija. El presidente de la comunidad aseguró que no había sospechado nada: pagaba los recibos puntualmente. En el Banco, informaron que tenía domiciliado el pago de las cuotas y que el saldo de su cuenta era lo suficientemente holgado como para estar dos años pagando sin problemas. El hombre ocupaba el último piso del edificio, el cual disponía de una terraza. Quiso la casualidad que la vecina que tenia debajo observara ciertas humedades en el techo, que atribuyó al mal estado de la terraza. Se hacia necesario hablar con el anciano para solucionarlo. El presidente, en el correcto ejercicio de sus funciones, estuvo llamando durante varios días sin que nadie contestara. Convencido de que la vivienda se hallaba deshabitada no tuvo más remedio que contactar con los familiares, dado que las humedades iban en aumento. Por la guía de teléfonos localizó al hermano, le llamó y este le dijo que no sabia nada de él, sacaron la conclusión de que o estaba con la hija o estaba haciendo de buen samaritano. Lo intentaron primero con el párroco, éste les comento que estaba preocupado porque hacia mucho tiempo que no le veía y según decía, era hombre de misa diaria. Quedaba la hija: tampoco había tenido noticia de él desde que le llamó para felicitarle por su cumpleaños-seis meses atrás-. En vista de la situación decidieron hablar de nuevo con el hermano para pedirle autorización de entrada en el piso por medio de un cerrajero. Les fue concedida. Lo que encontraron el presidente y el cerrajero es fácil de imaginar: un cuerpo en descomposición y un olor fétido inaguantable.
Luego, estaban los amigos de los amigos, que aparecían y desaparecían sin que nadie se preocupara por ellos. Pero ese era territorio nocturno y ahora la tarde exigía reposo y estabilidad de costumbres, pidiendo réditos a mi conciencia. Ésta me mandó a la cafetería, el segundo cubil de estudio. Quizá se pudiera pensar: ¿para que complicarse tanto la vida cuando uno tiene su propia habitación, con su mesa y su silla y el resto de accesorios necesarios para hacer los deberes? Cierto. Solo existía un motivo tolerable para no hacerlo: hay quién estudia por devoción y quién lo hace por necesidad. Quien se encuentra en esta última situación, como me ocurre a mí, necesita incentivarse con los que parecen devotos, aunque no lo sean. Es como estar en un partido de fútbol en el que el estadio al unísono grita gol, seguramente te ves impulsado a gritar lo mismo, contagiado por el fervor popular, y eso, aunque te importe un pito cual de los equipos venza. Yo, solamente era practicante (aficionado), pero tenia que ascender de categoría (necesidad), por lo que debía ganar partidos (exámenes). En esa ecuación la única equis por resolver estaba en conseguir el medio idóneo, el que a cada cual le sirviera, para que los resultados fueran positivos. El mío era integrarme en un coro de memoristas, no ser voz solista que se inspira en la soledad de una cabina para recitar en soliloquio los artículos asépticos de un Código. En el recogimiento bibliotecario es necesario levantar la vista de vez en cuando de los textos, de los apuntes garabateados o de lo que sea, para darse una tregua y solazarse en un silencio cuajado de cuerpos que no dialogan. Estamos cincuenta, cien almas, entregadas a sus quehaceres, sin comunicarnos, haciendo como que somos los únicos habitantes de una isla. Interpretación errónea, pues en esta micronesia de solipsismos los acordes de una sinfonía los componemos entre todos. Son los engranajes de los cerebros, registrando letras y signos, los que dialogan, para así poder demostrar, cuando se nos requiera, el talento que atesoramos, repitiendo con la máxima fidelidad las frases por su orden exacto, en el apartado requerido, para que el examinador reconozca las claves que espera y dé el visto bueno, como quién pone membrete al correo. Con ese acompañamiento, desemboqué en la cafetería universitaria, lugar de transito. Acababan de dar las seis de la tarde.
Las mesas eran amplias, los asientos cómodos, el sol del atardecer ya se despedía en una esquina. Me senté y desplegué lo que quedaba del libro de texto. Tiré de las gomas de la carpeta de cartón azul, que se me deshizo en las manos. Saqué lo apuntes y comencé la tarea del repaso y la consulta. Tras media hora, el café se enfrío. Alguien me dirigió la palabra:

-Sebas,¿ eres tú?
La miré.
-Que hay, Raquel.
-No nos vemos en ninguna parte y nos tenemos que encontrar aquí.
Raquel era mi prima, daba clases en la Facultad de matemáticas como profesora adjunta.
-¿Puedo sentarme?
-Por supuesto. Estaba estudiando un poco.
-Ya lo veo.¡Qué tal te va? Tu madre me ha dicho que vas sacando los cursos.
-Si, hay asignaturas más difíciles, pero sigo adelante.
Tres alumnos nos rodearon:
-Raquel, por favor, nos puedes cambiar la fecha de examen.
-No sois nada serios- dijo mi prima.
-Anda, sé buena que estamos todos de acuerdo-uno de ellos juntó las manos como si estuviera ante la Virgen de los milagros.
-Muy bien-Raquel se dio rápidamente por vencida- Será pasado mañana y sin más cambios, eh!
Raquel me dijo:
-Tengo quince alumnos y se toman muchas confianzas, la verdad es que no se lo podía negar, estuve de baja quince días y me fueron a visitar al hospital con un ramo de flores.

Yo estaba sorprendido, en mi facultad se me hacia inimaginable ese trato entre profesor y alumno.
-Sebas, tengo prisa,¿ por qué no vienes a comer a casa el miércoles?
-Vale- le dije.
-A las tres.
-A las tres.
Raquel terminó rápidamente una tapa de tortilla. Volví a quedarme solo y me entró sopor. Releí los apuntes, que antes tenía que ir descifrando, pues eran prestados. Era un esfuerzo doble que me ponía de mal humor. El reloj de pared marcaba las siete de la tarde. El sol había dado un último beso a la pared de enfrente, pronto se encenderían las luces del campus, puntitos de luz estratégicamente colocados harían de piedras de pulgarcito para que pudiéramos regresar a casa. La cafetería empezó a vaciarse, un camarero barría. Me fijé en él, se movía dentro de un círculo, realizaba calculados desplazamientos a derecha e izquierda, acumulando montoncitos de papeles, colillas y restos varios. Era un profesional que dominaba su trabajo, era una enorme termita que se aproximaba, armado por una tenaza con forma de escoba, oía el cric-cric del roce con el suelo, canturreaba una canción de los cuarenta principales mientras iba llenando su estomago-recogedor, estaba muy cerca y lo que escuchaba ahora era el fragor de sus jugos gástricos, no entendía cómo nadie más parecía escucharlo, por fin se acercó tanto que se dio cuenta de mi presencia y masculló un perdona, antes de desviarse. Sentí tal alivio que me puse a reír. Había estado a punto de ser triturado por el joker-arturo que sacudía la escoba como si ésta fuera excalibur en horas de trabajo.


CAPITULO QUINCE


Fuimos directamente al Juzgado de guardia. Era allí donde se hacían las ruedas de reconocimiento. Siguiendo el consejo de Fátima no cuidé especialmente mi indumentaria, iba vestido como lo hacia a diario: pantalón y cazadora vaqueras. Me había afeitado, y como siempre, la cuchilla me dejó un corte. Esta vez sobre el labio. Aunque no llegábamos tarde, parecían estar esperándonos.
-Venga conmigo. Soy el secretario.
Me llevó a una sala pequeña, con una tarima estrecha, delante de la cual había un gran espejo.
-Usted se pondrá aquí, sosteniendo este número. Estará de pié mirando hacia el espejo. No se mueva hasta que le avisemos. Ahora entrarán otras personas que participarán en la rueda. No se preocupe, será solo un momento.
El secretario se marchó y entraron cuatro jóvenes de apariencia similar a la mía: morenos, altos y delgados. Su vestimenta también era muy parecida a la mía. Ninguno de ellos me miró a la cara. Se pusieron dos a la derecha y dos a la izquierda, dejándome a mí la posición central. Se apagaron las luces generales y dos focos que había encima de la tarima nos iluminaron con fuerza. Estuvimos así unos tres minutos. El intenso calor que desprendían las luces, comenzaba a resultar incómodo. Por fin se abrió la puerta y nos mandaron salir. Fátima me esperaba fuera. Por su cara me pareció que el resultado no había sido el que deseábamos.
-Te han identificado-me dijo con fastidio.
-No es posible-le contesté sorprendido.
-¿Quiénes son los testigos?
-No me han dejado verlos.
-No me lo puedo creer- le dije. Esto es un montaje.
-Pero ¿por qué? ¿Quién puede querer perjudicarte?
-No lo sé. No entiendo nada.
Noté cierta desconfianza en su mirada.
-Mira será mejor que empecemos a preparar la defensa en serio, porque esto va a ir a juicio. Tienes que hacer memoria y recordar lo que hiciste aquella noche. Nosotros también necesitamos testimonios que apoyen tu inocencia.
-Entiendo. Haré lo que pueda.



CAPITULO DIECISEIS


-Pasa ya el Ducados, hombre, no te hagas de rogar.
-Para ti enterito, con el último cigarrillo que queda.
Compartíamos mesa, Elena y yo, en uno de los pubs de las galerías Viacambre. Estaba medio borracho, después de haber ingerido alcohol desde las tres de la tarde, mezclando bebidas sin ton ni son.
-¿Conoces el mito de don Juan?- le dije.
-Si, claro- respondió ella.
-¿No te parece un mito estúpido?. Un tipo presuntuoso se dedica a seducir incautas, en mal verso o en peor prosa. Es tan irresistible que el meollo de la cuestión no está en saber si seduce o no a tal damisela, sino en la satisfacción que esto le produce. Por cierto, nunca está completamente satisfecho. ¿Te suena?
-¿Por qué habría de sonarme?
-Ese tipo es un incordio-continué-, para él y para sus desafortunadas conquistas. Para más INRI le gusta batirse en duelo, y siempre gana, lo curioso es que siempre gana.
-No sé por qué me hablas de eso, Sebas, de lo único que me suena don Juan es de esa obra de Zorrilla.
-A mí no me engañas, Elena. Como tú sabes perfectamente, hay otras versiones. Vamos a ver: tenemos al burlador de Sevilla, tenemos a Byron, a Moliere y a Mozart. Existe una referencia en un ensayo de Camus-creo-, y no se si alguna más.
-Te olvidas de Juan de Mañara-dijo Elena con ironía.
-Ya.
-Sebas, has bebido mucho.
-Si , Elena, pero a que te suena el mito de don Juan, o debo decir de doña Juana –dije, insistiendo, con la lengua trabada por el güisqui.
-¿Dices eso por mí?,¿Qué tengo que ver yo con don Juan? ¿Te crees que voy por ahí seduciendo jovencitos? Es algo mucho más simple, entiendo las relaciones de forma natural, sabes, no voy buscando guerra, pero a veces las cosas surgen y si me gusta alguien se lo digo. Esa es la situación.
-¿La situación?-dije admirado. ¿Llamas así a ponerle los cuernos a tu marido?
-Mira, tú me gustabas y nada más.
-Si, por supuesto, empezaste por mí ¿a qué debía semejante honor? Dime ¿qué se siente cuando tienes entre tus tenazas de mantis religiosa la voluntad de otro? ¿es que solo ves el vacío? ¿es que es verdad ese mito y sigues buscando un imposible?-ya no sabía lo que decía.
-No es tan poético. Simplemente me cansé de ti.
-Claro, es más bien patético, cómo no te ibas a cansar de alguien como yo.
-Deja de compadecerte.
-No me compadezco.
-Olvídalo, Sebas, estas nervioso por ese juicio.
-No sé que impresión te causo, pero lo que te he dicho no tiene nada que ver con eso. Simplemente, es algo que necesitaba decirte desde hace tiempo.
Pedí otro JB.
-Es el último, te lo prometo, tampoco podría aguantar más. ¿Por cierto, Elena, tu forma de batirte en duelo es montar una escena como la del Galo?

Creo que había dado en el blanco, apagó el cigarrillo con mucha calma y me dijo:
-Tú lo complicas todo, verdad. Te inventas tus propias historias y te las acabas creyendo. Lo que ocurre es que nadie más que tú se las cree. Vuelve a la realidad, antes de que sea demasiado tarde.
-Dime, Elena ¿qué pensarán tus hijos de ti cuando sean mayores? ¿Crees que entenderán tu forma de proceder? Nunca te preguntan quién es ese individuo que llevas a casa.¿No tienes miedo de que, inocentemente, un día descubran tu juego?
-El inocente eres tú. No te das cuenta de que Antonio lo sabe todo, que es algo consentido. Hay un pacto entre nosotros, él también es libre. En cuanto a mis hijos, no les hago ningún mal.
-Bonito concepto de libertad, permíteme decirte algo: Antonio y tú no os queréis.
-Es otra forma de querer, no somos posesivos.
-Ni tenéis celos, claro.
-Desde luego que no.
-Espero que te diviertas mucho, Elena.
-Eso intento.
El hielo que nadaba en medio del güisqui era indestructible, la luz cenital de la lámpara se reflejaba en su superficie y producía un brillo de falso diamante.
-La verdad que no se qué hago aquí contigo.
-Estamos tomando una copa, no-dijo Elena. Anda relájate un poco, si quieres nos vamos y caminamos un rato, el aire de la noche te hará bien.
-De acuerdo.
Nos hicimos hueco hacia la salida. Ninguno de los dos se había acordado de pagar.



CAPITULO DIECISIETE


Como era previsible, después de las pruebas que me inculpaban(periciales, testificales, documentales) se señaló fecha para el juicio. La vista oral se celebraría el quince de mayo. Ni Fátima, aunque no lo decía, ni yo, confiábamos en que el resultado fuera favorable. Ella, al principio, intentó plantear una sólida defensa argumental, para lo cual empezamos por buscar testigos que apoyaran mi testimonio de inocencia. Lo malo es que no existían testigos reales, fuera de unos pocos espectadores desconocidos que habían asistido conmigo a una sesión de cine, en la medianoche del sábado en cuestión. Ni ellos se acordarían de mí, ni yo de ellos. Pregunté a la taquillera, al que sellaba las entradas, y al acomodador, pero, como era previsible, no recordaban mi cara. Al terminar la película me había ido directamente a dormir y no me encontré con nadie conocido. Por lo tanto, y hablando en términos policiales, no tenia coartada. Podía haber conseguido, fácilmente, que Luis, Julia e incluso Elena, manifestaran que aquella noche estaba con ellos en el momento en que se produjo el atropello, pero estaría faltando a la verdad. Un absurdo escrúpulo me impedía utilizar sus testimonios. Fátima insistió en que daba lo mismo, que lo que tenía que hacer era presentar al menos un testigo que me favoreciera. Si, como decíamos, la acusación se sostenía sobre falsedades, no atentaría contra la ética pagar con la misma moneda. Tenía razón, desde luego. Mi postura no era coherente, aunque ella desconocía los verdaderos motivos de actuar así. Ignoraba un hecho capital que descubrí recientemente: el segundo juego de llaves del coche no estaba en mi poder. Fue algo casual, cuando declaré ante el Juez y me pidió el carné de conducir y las llaves para inmovilizarlo, incluido el segundo juego, le manifesté que éste no lo llevaba encima y que tendría que buscar en casa para traérselo. Nada más llegar revisé todos los lugares donde podía haberlo guardado, al principio, simplemente me sorprendió no encontrarlo en el cajón de la cómoda donde suelo depositar los objetos personales en desuso. Se suponía que debía estar allí, y nadie, excepto yo, le podría haber dado otro destino. Hice memoria y lo recordé: se las había prestado a Matías en una ocasión en que me pidió el coche, y no me las devolvió. Lo demás fue ir desenmarañando la red. Matías, sin duda, había conseguido una cuidada puesta en escena: tenía el medio, el daño personal y material causado y los testigos. Pero ¿y el móvil? Aunque no lograba entenderlo, solo se me ocurría uno: el odio y el rencor. Un odio y un rencor soterrados, disimulados, alimentados en las catacumbas de una amistad podrida, zaheridos por la espera y ocultos bajo un manto de hipocresía.




CAPITULO DIECIOCHO

Ayer tomé una decisión: aun sabiendo lo que sé, no haré nada. Como víctima de esta trampa cruel tengo el legítimo derecho de venganza; podría presentarme ante Matías y decirle: déjalo ya. Podría bajo el peso del agravio golpearle hasta hacer que escupiera las entrañas y secara ese pozo de bilis que lleva dentro. Nadie podría reprocharme que obrara así, después de saber lo que sé. Pero la autentica generosidad es una virtud a la que no le gusta ser mostrada, prefiere el ejercicio discreto de sus gracias antes que el estruendo que acompaña los fastos, goza más con el agradecimiento que se susurra al oído, que con las voces que proclaman a los cuatro vientos su gloria. Así pues, tenia la oportunidad de ayudar a Herminia, aún a costa de ser el villano de esta historia. No era, sin embargo, un precio muy alto el que debería pagar: el limite de la condena para ese delito se fijaba en dos años, lo que suponía, que al no tener antecedentes penales, no pasaría por la cárcel; en cuanto a las responsabilidades civiles- léase indemnizaciones de las cuales la única beneficiaria seria Herminia, tal y cómo se pactó- serían cubiertas por el seguro del coche, dado que yo actualmente era insolvente y en ningún momento se había probado que el supuesto autor, es decir el que suscribe, estuviera ebrio. La ley de seguro en vigor exigía, en estos casos, que se identificara al responsable del accidente. No bastaba con la identificación del auto para que la compañía de seguros se hiciera cargo de las indemnizaciones; según dicha ley, si no se hacía de esta forma, ni siquiera el consorcio de seguros cubriría las justas reivindicaciones de las víctimas. Dicho de otra manera, se necesitaba un culpable para que Herminia, cuando menos, recibiera una compensación económica por la muerte de Eulogio. La otra posibilidad que había sopesado: denunciar a Matías, anularía los derechos de Herminia, ya que no existían pruebas contra él. No tenía miedo al juicio. No me impresionaba esa representación litúrgica. Era consciente del poder que ejerce un juez. La justicia es una diosa que lleva una venda en los ojos para simbolizar que no puede ser influenciada por los poderosos. Obviamente, es una idealización ajena a las debilidades de los hombres. ¿Qué es lo que evita que uno no acabe por ser juez de sí mismo? Si además de juez eres creyente, los argumentos se complican: tienes que lidiar con tu conciencia y con los rescoldos de amor al prójimo que te queden. ¿Cuántos jueces hay así? Hoy en día se administra justicia, nunca mejor dicho, administrar es hacer un uso adecuado de los recursos. Es más fácil encarcelar a un desgraciado que a un rico conocido, la reclusión del primero no causa perjuicio alguno a la sociedad-al contrario-, la del segundo podría hacer tambalear las instituciones. Me encuentro dentro de los de la primera clase por lo que ni puedo esperar ni espero benevolencia. La condena máxima estará servida en fuente de plata: es inadmisible que un joven probablemente borracho atropelle en un paso de cebra a un respetable anciano y que encima huya como un cobarde sin prestarle auxilio. Esta será la versión oficial.


CAPITULO DIECINUEVE


Creo que hay lecturas que son buenas para el espíritu pero malas para la vida. Algunas tardes, cuando estoy aburrido, curioseo en la Librería que tengo enfrente de casa. En mi modesta opinión es una de las mejores de la ciudad, dispone de gran cantidad de libros, perfectamente ordenados por áreas o especialidades, aparte de ser un lugar agradable de visitar. Paso allí minutos de distracción y de enseñanza, primero merodeo un poco al azar, me acerco a las primeras mesas donde están las ultimas novedades, los libros más exitosos y los best-seller del momento, cojo alguno de ellos, y en las solapas busco la fotografía del autor y la sinopsis de su biografía. Casi todos son periodistas o profesores de universidad, eméritos o en proceso de serlo, unos pocos son escritores autodidactas y están los que se apuntan a escribir sobre políticos o temas de moda como la autoayuda o el yoga; también, eso lo hago con cualquier libro que hojee, leo en la contraportada el resumen del argumento y las citas elogiosas del crítico de turno, que nunca llevan nombre propio sino el nombre del periódico en letras mayúsculas o minúsculas, según la importancia o prestigio del autor. Después me dirijo a las diversas secciones rotuladas en letra rústica, donde los libros se desparraman como ramas de un árbol: historia, filosofía, ciencias sociales, poesía. Por último, voy directamente a los libros de literatura, primero los clásicos, que hojeo con devoción, palpando las tapas de cuero o tafilete, husmeando el olor reciente a tinta de imprenta; después, los modernos, y entre estos a los de precios económicos, porque estoy condicionado por mi presupuesto, es decir, que me veo confinado al catalogo de editoriales como Destino o Alianza, pobres pero dignas. Y es aquí dónde esta el problema, porque se empieza a recorrer con la mirada el índice de autores, y se descubre a escritores como Cioran, Bataille, Unamuno, Sartre o Nietzsche, auténticos depredadores del alma, que se muestran en los libros desnudos, sin adornos, texto en estado puro, adrenalina que se inyecta en las venas, sin solapas biográficas, con meras reseñas que te ubican sin más, y es tu apuesta adentrarte en su universo y perderte en él, porque no hay otra forma de decirlo, estás perdido si entras en esos mundos poblados de complejos, traumas y sinsabores, de amargos pasajes y lucidez cegadora que te hunde en el lado oscuro de los corazones humanos. Y es que puede que a ellos si les haya servido para liberar sus miedos, o asumir sus derrotas, pero ¿y a ti? , ¿Qué es lo que enseñan que te pueda hacer mejor? ¿Para qué leerlos si uno no va a ser escritor, si lo que tendría que aprender es, simplemente, a enfrentarse a la vida, a la sórdida vida de todos los días?


CAPITULO VEINTE


Cuando intento contar algo solo me salen fragmentos. Por eso no sé como empezar el relato de mi juicio. Creo que no era consciente hasta que me vi allí, rodeado de acusadores y testigos, de que iba a ser juzgado. Era mi quinto año de universidad y el derecho era para mí una entelequia, algo ajeno a la realidad, por lo menos a mi mundo, en el que no entraban más que las vidas acomodadas de jóvenes diletantes. Desconocía, en mi profunda ignorancia, que existiera un submundo, donde el robo, la prostitución o la violencia fueran lo cotidiano, gente marginada que sufría y hacía sufrir, que se ganaba la vida por medios ilegales, donde de la ética ni se conocía su nombre, y el daño causado era irrelevante ante el provecho propio. Lo chocante era verse de repente como un personaje de esa otra historia a la que habías llegado sin buscarlo, el desconcierto primaba sobre el intento de adaptación, que, como un mecanismo de defensa, ponías en marcha. Era el protagonista del delito cuando hasta ese momento solo lo conocía como espectador a través de dos de sus manifestaciones: la escala de penas del Código penal y la página de sucesos de los periódicos. Había jugado de forma romántica con la posibilidad de perjudicarme para beneficiar a Herminia. No me arrepentía de haber tomado esa determinación, se haría justicia aunque no se condenara al autentico culpable. Por otro lado los riesgos estaban controlados- en esto tenia que fiarme de Fátima-en el sentido en que ni mi libertad ni mi bolsillo se verían comprometidos. Solamente me vería expuesto al qué dirán, para algunos me convertiría en un apestado social: el juicio público podría ser más duro que el juicio oficial. ¿Por qué tengo que pasar por todo esto cuando lo más sencillo sería negarlo todo y por lo menos sembrar la duda sobre mis responsabilidades?. Reconozco que la trama esta bien urdida. Matías se ha esmerado. Me basta echar una ojeada entre los que esperan delante de la sala donde se celebrará la vista oral. He localizado, sin la menor duda, a los testigos que me inculparán. Están medio apartados, fumando nerviosamente, moviéndose sin parar, tienen la mirada baja y cierto aire de incomodidad. No se atreven a mirarme y durante su declaración tampoco lo harán. Son dos individuos desaliñados, sudorosos, con chupa de cuero uno de ellos, y el otro con chándal adidas pasado de moda. Deben ser conocidos de Santi, probablemente camellos a los que Matías habrá comprado. Seguro que ni siquiera han salido caros: “un par de talegos tronco y ese pringa como me llamo chapi”.¡qué miseria!. Al otro lado, sentada en un banco, he visto a Herminia. Ella no me ha reconocido, está encogida, está sola. Me acerco:
- Herminia ¿se acuerda de mí?
Se fija en unos momentos sin identificarme, de repente una sonrisa ilumina su cara.
-Sí, tú eres el chico aquel de la cruz roja. Pero ¿qué haces aquí?
-Bueno, no sabría como explicárselo. Me acusan de la muerte de Eulogio .
Ella pone cara de asombro.
-No pretendo que me crea y lo que va a oír en el juicio le hará pensar lo contrario, pero le aseguro que no he sido yo. Dicen que fue mi coche y en eso se basan, además hay dos supuestos testigos. Aunque todo lo tengo en contra le pido que no se deje engañar por las apariencias, solo eso me importa.
-No sé, estoy confundida, estos sitios me aturden. Me gustaría irme a mi casa.
-Entiendo, Herminia- le digo. ¿Cómo está su hija?
-Regular-contesta .Va a necesitar muchos cuidados, y solo me tiene a mí.
Herminia se ha puesto a llorar.
-Tranquilícese, ya verá como todo se arregla, por lo menos, económicamente, no le ha de faltar nada.
Aparece Fátima.
-Sebas, ven un momento por favor.
Me acerco a ella.
-No podemos hacer mucho, tal y como están las cosas. He pensado que igual nos interesa una conformidad.
-¿En qué términos?
-El fiscal hará una oferta, negociaré con él para llegar a un punto que nos convenga los dos. La sentencia va a ser condenatoria, si conseguimos que quede en su grado mínimo pienso que deberíamos aceptar.
- ¿A qué llamas grado mínimo?
-Un año.
-Haz lo que te parezca mejor, Fátima, yo lo acataré.
Sale el agente judicial con un papel en la mano. El primer nombre que vocea es el mío. Fátima se acerca y habla con él, luego entra en la sala y yo quedo fuera. No tarda mucho en volver a salir.
-Ya está, Sebas, aceptan nuestras condiciones. Un año y punto.
-¿Qué tengo que hacer?
Fátima me acompaña al interior de la sala. El agente me sitúa entre el estrado y una silla y me dice que no es necesario que me siente. El juez lleva una toga negra, brillante y pulcra, con inmaculadas puñetas. Se dirige a mí de forma solemne, tratándome de usted, luego me pregunta si me conformo con la condena propuesta. Digo:
-Si.
-Acérquese y firme-dice el secretario.
Miro a Fátima, que asiente con la cabeza. Firmo. Pienso que hoy los juicios terminarán pronto. Al salir nadie mira directamente, los quinquis ya no están. Herminia también se ha ido. Un hombre dialoga con su abogado, gesticula delante de él, levantando el brazo y dejándolo caer, el abogado trata de tranquilizarle, se ajusta la toga, de la que solo hay tres tamaños y él no encaja en ninguno, un maletín negro le cuelga de la mano derecha, son los próximos en entrar. Aquí se conoce enseguida quienes son acusados y quienes testigos, estos últimos suelen estar más alejados de la sala, se inquietan por el retraso, hablan de la perdida de tiempo. A los acusados se les ve serios , abatidos y nerviosos, como esperando en vez del juicio de los hombres el mismo juicio final, donde se pesará la bondad o maldad de su alma, donde les espera el fuego eterno o la liberación, todo o nada, absurdo planteamiento cuando la mayoría son reincidentes. Leo la lista de juicios: lesiones, robo, malos tratos, estafa, hurto; puedo identificar uno por uno a los supuestos autores, y repito, no es la primera vez para ninguno ¿y para mí? Quizá me equivoque, a lo mejor para esa joven el hurto ha sido un mero desliz, tal vez una apuesta pueril con sus amigas; es posible que aquel hombretón con barba de tres días no sea realmente violento, solo es que había bebido un poco y se le fue la mano, jura además que no volverá a suceder ¿y ese? es su tercera citación, porque está continuamente embarcado, lo que hace que sea complicado de localizar. Se le acusa de lesiones: tuvo una reyerta con otro marinero al que acabó por clavarle un punzón. Lo curioso es que el que no se ha presentado hoy es la víctima. También está una mujer elegantemente vestida, creo que su debilidad son los cheques sin fondos, es la esposa de un notario- eso dice-. Su abogado empieza a desesperarse, preguntándose porque demonios sigue cogiendo casos de oficio, encima lo han señalado como el último de la mañana, “esta tía tenia que estar en un psiquiátrico, siempre me tocan pirados o drogados”-piensa- Por fin, sale Fátima “Listo. Era la mejor solución. El abogado del seguro ha aceptado”.


CAPITULO VEINTIUNO


Quedé con Luis en el Galo, a las diez. Como era su costumbre se retrasó. A las diez y media, cuando iba por la segunda caña, se presentó. Venía con Julia.
-Perdona Sebas- me dijo-es que tenía que recoger antes a Julia.
Los dos parecían contentos.
-Bueno ¿Qué tal te fue?- me preguntó Luis.
- Más o menos como esperaba. Me ha caído un año.
-¿Un año de cárcel?– dijo Julia sorprendida.
-Si, pero no significa exactamente que tenga que ir a al cárcel, al ser el primer delito y la condena inferior a dos años, queda en suspenso. Eso sí en ese tiempo no puedo cometer otro delito, sino tendría que cumplir las dos condenas.
-¡Que pena! si hubiera salido bien lo tuyo, el día seria completo-dijo Luis-. Ves esto- me enseño un carné- significa que me han admitido en el partido
-Enhorabuena-le dije.
-Yo también tengo algo que decirte. He dejado a Matías. Estaba harta.
-No quiero meterme en asuntos personales Julia, pero creo que has hecho bien. Vamos a celebrarlo-les dije.
Raúl por favor, nos pones tres copas de champán.
-Eso está hecho- contestó Raúl.
Deposita los recipientes en la barra y los llena hasta el borde. Levanto mi copa.
-Por nosotros-dije.
-Por nosotros- repitieron ellos.
Los tres, acompasadamente, hacemos chocar las copas, el líquido pica en la garganta y deja seca la boca.
-¿Cómo es un juicio?- me preguntó Julia.
-En realidad, no lo sé. Me ofrecieron una conformidad y la acepté.
-¿Por qué hiciste eso?-se sorprendió Luis. No hubiera sido mejor presentar pruebas, que sé yo, por lo menos luchar.
-Lo tenía todo en contra, el coche, dos testigos supuestamente presenciales...
Luis y Julia se miraron.
-Os voy a decir algo, el coche es mío, pero yo no lo conducía, en cuanto a los testigos, son falsos.
-¿estás seguro?-preguntó tímidamente Julia.
-Completamente, no quiero comentar nada más, solo os pido que me creáis.
-Esta bien ,Sebas, yo te creo- dijo Luis.
-Yo también- dice con firmeza Julia.
Decido cambiar de tema.
-Oye, me alegro de que hayas entrado en ese grupo, te hacia mucha ilusión.
-Sí, sus ideas me han convencido, además hay que moverse, no te puedes quedar en casa en la situación actual, somos jóvenes, no; quien decía aquello de si cuando eres joven no quieres cambiar el mundo es que no tienes corazón, y si sigues pensando lo mismo de mayor es que no tienes cabeza o algo así, tenia razón, quizá no cambiemos nada, pero hay que intentarlo.
Luis era un entusiasta, si no tenia una pasión se la inventaba, no podría vivir sin fe y no se conformaba con ser acólito quería ser apóstol, la política se había convertido en su nueva religión y comenzaba su tarea evangelizadora haciendo proselitismo, ardía por dentro y expelía llamaradas de convicción espontánea. Conmigo no le había servido, pero ese entusiasmo, sin duda, era contagioso, seguro que reclutaría a alguien para la causa. Julia sugirió-¿Qué tal si vamos al Tuco? Los tres nos pusimos en marcha. Noté frío y me abroché la gabardina. Luis y Julia iban más abrigados que yo. La gabardina carecía de forro, era un modelo anticuado, que me hacia parecer desangelado. Me subí las solapas, más por un gesto instintivo que por otra cosa.
-Tengo planes-dijo Julia.
- A ver, cuenta-le sugerí.
-Voy a ser oftalmóloga.
-Piénsatelo bien, eso es hacerle una faena a la gente, para ver la realidad como es ,mejor verla deformada.
-No seas gracioso, Sebas.



CAPITULO VEINTIDÓS

Matías daba una fiesta en su piso. Esto quería decir, ni más ni menos, que previo cónclave-formado por Matías y otros dos- se había decidido que estaba lo suficientemente sucio como para recurrir a la excusa de la fiesta, e invitar a algunas conocidas- por ejemplo, esas vecinas tan simpáticas que se habían instalado hacia poco-,junto a los amigos de siempre. El objetivo, naturalmente, era conseguir que las vecinas se ofrecieran a limpiar lo que ellos tenían que haber limpiado. El quid pro quo consistía en la invitación a la comida del día siguiente. A veces funcionaba y otras no, cuando esto ocurría yo me alegraba y ellos se enfadaban. Estaba por ver lo que depararía esta noche. Llegué sobre la doce. Decidí subir las escaleras en vez de coger el ascensor, la música sonaba alta. Llamé al timbre y me abrió el propio Matías:
-¡Hombre! Creí que ya no venias. Pasa, anda, y tómate un gin-tonic.
Dentro el ambiente estaba cargado, una película de humo envolvía la estancia. Habría unas quince personas en el salón, la mayor parte charlaba y se reía, dos parejas bailaban. Reconocí a Luis curioseando entre los discos, Elena que se servía ginebra en un vaso de tubo me hizo un gesto con la mano. Matías y sus compañeros de piso dispensaban trato preferente a las vecinas. Me acerqué a la mesa de las bebidas.
-Te pongo uno- me dijo Elena mientras me enseñaba su gin-tonic.
-Sí, gracias.
-Una fiesta por todo lo alto, no.
-A mí me parece la típica fiesta cutre para engañar a las vecinas novatas.
-¿Y qué si es así? Para la siguiente ya lo sabrán y los mandaran a paseo.
-Son unos cerdos, merecerían que alguien les abriera los ojos a estas incautas.
-¿Por qué no lo haces tú?
-No he venido aquí a eso.
-¿A qué has venido, entonces?
-No sé, a beber, supongo.
-Matías me contó que había roto con Julia.
-Si ya lo sé, pero es al revés, fue Julia la que rompió con él. Lo extraño es que hubiera aguantado tanto.
-Esa niña es tonta.
-No lo creo yo así, tuvo las suficientes luces para decir basta. Vale mucho más de lo que piensas.
Se acerca Matías.
-¿Qué tal lo estáis pasando?
-Estupendamente-dije yo. ¿Cómo va la caza?
-Están en el bote. Elena quiero presentarte a unos amigos. ¿Vienes?
-Claro-dijo ella
Me quedo solo. El gin-tonic se ha calentado. Pido un cigarrillo. Me ofrecen un Camel y lo acepto.
-¿Quieres fuego?
-Ya tengo, gracias-le dije enseñándole mi encendedor.

Luis ha desaparecido. Yo también he desaparecido. Quizá no estuve, ni estoy, ni estaré. Ese es mi deseo. Borrar el tiempo y el rastro de mi difusa presencia, anular las citas en que me he visto inmerso, destrozar los jalones que solo para mi he ido situando en un campo invisible: para no olvidarme de quien soy, para darme consistencia y no pensar que lo pasado no existió. He luchado por hacerme notar, no ante los demás, sino ante mí mismo. De ahí procede esa manía adquirida de atesorar documentos: cartas, certificados o poesías nunca mostradas, de revisarlos periódicamente para afirmarme en la constancia de su certeza. Quiero acabar con todo eso, no dejar huella, quiero disolverme en la bruma inconsciente de la que no se guarda memoria, pasar como viento suave sobre un estercolero, sin remover la porquería que me pueda salpicar. Han sido unos días muy duros en los que la soledad me ha embriagado de desolación y después me ha entregado escudo y espada pero sin enseñarme a usarlos; segura la amenaza que sentía en mis carnes, he batallado lo mejor que he podido, que no ha sido gran cosa, porque enseguida me he dado cuenta de que mi derrota no suponía la victoria de Matías sino la de Herminia, y por ella merecía la pena dejarse caer. He entendido que el verdadero orgullo no es el que combate sin freno la afrenta, aquel que nace del egoísmo y muere en él, el orgullo es más puro cuanto más tiene de entrega bien encauzada, la que da sus frutos en el bien ajeno. He querido dar el empujón que pone la barca en el centro del río, en el medio de la corriente, para que el timonel esté en condiciones de guiarse; esa posibilidad era lo que le ofrecía a Herminia: tendría el dinero para cuidar a su hija y operarla en el extranjero con los mejores especialistas que solamente el dinero puede conseguir, a partir de ahí ya no era asunto mío.
































SEGUNDA PARTE



CAPITULO VEINTITRÉS

Mourir pour mourir, pour partir pour partir. Así comienza una canción de Bárbara. Morir por morir, sí. Partir por partir, también. Pero sin sufrimientos obscenos que te muerdan las entrañas. Vienen a mi mente los últimos días de la enfermedad de mi padre. Fue algo inesperado, la misma mañana en que se presentó el aneurisma cerebral había hablado con él. Yo estaba en Santiago preparando un examen, él había sufrido un ligero mareo en la calle y estaba en casa descansando. La conversación por teléfono tenía que ser necesariamente corta, nunca habíamos hablado mucho, así que a través de la línea telefónica, sin la motivación del acercamiento físico, nuestra conversación terminaría por sintetizarse en monosílabos. Unas horas después recibí una nueva llamada, esa vez era mi hermana la que me comunicaba la situación: “Papá está mal, ven a casa”-me dijo como si fuera un telegrama. Inmediatamente me desplacé a Coruña donde mi padre ya había sido internado en la unidad de cuidados intensivos del Hospital. Las primeras impresiones de los médicos fueron esperanzadoras: “el derrame no es grande. Si supera los primeros días sin sufrir un nuevo sangrado podemos ser moderadamente optimistas”. Más tarde empezaron a ser cautos: “Tiene en contra la edad, por lo que una operación podría entrañar riesgos, quizá cuente con un cincuenta por ciento de posibilidades si se le opera”. Mi madre recibió la noticia como si le hubiera pasado un ciclón por encima. Al estupor inicial reaccionó con entrega y coraje, al menos mientras mi padre se debatía entre este mundo y el otro. Al principio su dedicación era absoluta, comía y dormía en el hospital, hasta que el agotamiento hizo que la obligáramos a descansar algunas noches a cambio de quedarnos uno de nosotros en su lugar. De ordinario visitábamos a mi padre dos veces al día, cuando nos dejaban. Velaban por el descanso de los enfermos y esto era razonable. Durante la visita solía estar dormido, su respiración alternaba: durante unos minutos se volvía acompasada, después se entrecortaba un poco, lo que nos hizo preocuparnos las primeras veces, pero pronto nos dijeron que era normal y que eso no significaba ninguna anomalía. Yo le miraba con pesadumbre. No me parecía posible que toda la vitalidad que había mostrado estos años atrás se hubiera desvanecido y solo quedara este cuerpo vencido por la enfermedad. ¿Dónde estaba el carácter de este hombre cuyas fuertes creencias había admirado aún sin compartirlas? Ante mi se hallaba un ser desvalido, reducido a una lucha desigual, donde cada segundo que pasaba venia a confirmar la perdida de la materia ante un mal insaciable que derribaba milímetro a milímetro los diques de su resistencia. Él, a través de su menguante naturaleza, pugnaba por persistir, esperando al menos una victoria pírrica, aceptando la merma de sus facultades, a cambio de que la vida no dejara de prestarle el suficiente aliento con el que acompañar el madurar de sus hijos. No vencería en esta batalla, esta era la guerra que había que perder porque el destino lo dicta, la puerta del no retorno. La escenografía dictaba sus rígidas leyes, el tratamiento estaba reglado, por eso tenia permanentemente enchufadas las máquinas que le controlaban los ritmos vitales, de las que partían unos tubos pegados con un esparadrapo a la altura de la muñeca, a través de los cuales le inyectaban calmantes. Su cuerpo se había empequeñecido, desnudo, bajo una sábana tiesa. La cabeza parecía haber crecido ante la merma del tronco y el adelgazamiento de las extremidades, su cabello grisáceo estaba siempre revuelto, su piel se había vuelto más blanca, y en uno de sus brazos había asomado un enorme cardenal violáceo. La mañana del tercer día recobró la consciencia y la lucidez, estuvimos hablando un buen rato, le animamos como pudimos, y él a su vez intentó animarnos a nosotros, aunque creo que era perfectamente consciente de la gravedad de su estado. Ese mismo día le hicieron varias radiografías. Los médicos nos confirmaron la peligrosidad del aneurisma, por lo que debían valorar la necesidad de operarle. Según el neurocirujano se trataba de una intervención quirúrgica muy delicada debido a la edad de mi padre. Nos dijo que a sus años-setenta - las arterias se habían endurecido, lo que, unido a su condición de hipertenso, hacia que el riesgo de una nueva rotura fuera alto. Después de aquella vez no logramos mantener con mi padre un nuevo diálogo, tan solo una noche, en un momento de lucidez, ante mi madre, logró articular con voz apagada-según ella nos contó- algo así como un “ha sido muy fuerte”, mientras trataba de sonreír. Un amigo de Carmen que trabajaba en el mismo hospital, aunque en otra especialidad, nos iba informando de su evolución. Pienso que tanto los médicos especialistas como este amigo trataron de suavizar sus informes, quizá mi hermana conocía la opinión veraz, aunque nunca nos dio otra versión que la oficial. Un jueves, mientras le visitábamos, tuvo un nuevo ataque, el aneurisma volvió a romper y sufrió un fuerte sangrado. Poco después entraba en coma. Era el principio del fin. Nos dio tiempo a despedirnos y fuimos entrando uno por uno. Recuerdo que le cogí una mano y se la apreté con fuerza. No sabía qué decirle y solo se me ocurrió rezar, acompañando al cura que en ese momento le daba la extremaunción. Todavía ahora me arrepiento de no haberle dicho nada. Unas horas más tarde moría en el hospital. Mi madre acató con resignación el final y rompió a llorar, estaba al límite de sus fuerzas y la progresiva debilitación física y mental la habían dejado exánime. Enseguida llegaron las condolencias: “no sufrió, por lo menos habéis podido despediros, vivió su vida, fue un buen hombre”; luego la sucesión de formalidades: velatorio, apretones de manos, palmadas en el hombro, algún abrazo, expresiones compungidas, telegramas, llamadas telefónicas, esquela, besos en las mejillas, reencuentros, y un no saber qué hacer ni qué decir, cansancio, deseos de que todo termine de una vez, entierro, funeral. Descanse en paz.


CAPITULO VEINTICUATRO


De repente, mi padre se convirtió en pretérito. Recordaba con exactitud cómo nos comunicaron su fallecimiento, pero aunque no hubiera estado allí lo habría adivinado nada más ver la cara de mi hermano Juan. Aquella mueca expresaba resignación y dolor, y rabia contenida. Por mi parte, tenia la sensación física de pesadez en la boca del estómago: nervios, dijeron. En cuanto a mi estado de ánimo, se podría decir que era el producto de la confusión. Supongo que entraba dentro de las reacciones normales ante las desgracias el aturdimiento inicial, la incredulidad. Seria necesario el distanciamiento temporal para asumir en plenitud las consecuencias de la perdida; de momento, en medio del naufragio luchaba por sobrevivir, quizá sea demasiado gráfico expresarlo así, seguramente no era una situación tan dramática, más bien una perturbación que hacia que la brújula de la rutina perdiera su norte, un acontecimiento que se sumaba a otros de profundidad semejante, aunque éste ,por utilizar un símil, era la piedra más grande de la mochila, la que apostaba por hacerme caer de espaldas dejándome, como al insecto vencido por la falta de equilibrio, agitando las extremidades en desesperada llamada de auxilio. Pase los días posteriores como un autómata, Matías Atienza estuvo allí, solícito a cuanto pudiéramos necesitar. Don Antonio-el padre de Matías- y mi padre, eran compañeros de trabajo en la misma empresa. Don Antonio trabajaba de contable y mi padre era su superior inmediato. Debido a un reajuste de plantilla, Don Antonio se quedó en el paro. Tenía cincuenta años y escasas expectativas de volver a encontrar otro empleo. Fue mi padre quién tuvo que decirle que se quedaba en la calle, le resultó doloroso porque su relación con él iba más allá de la meramente laboral. Don Antonio y su familia fueron vecinos nuestros durante algún tiempo, e hicieron amistad con nosotros. Matías y yo crecimos juntos, y juntos fuimos al mismo colegio. Las dificultades económicas se presentaron pronto para los Atienza, el dinero de la indemnización se consumía, y mi padre que estaba en buenas relaciones con el dueño de la casa, medió ante él para que no les echaran cuando estuvieron algunos meses sin pagar el alquiler. Finalmente tuvieron que admitir la realidad y bajo la amenaza de un desahucio se trasladaron a un apartamento en las afueras de apenas sesenta metros cuadrados, en el que convivían los ocho miembros de la familia. Matías también tuvo que cambiar de colegio, ya que no se podían permitir pagar el nuestro. Después de aquello no supimos nada de ellos, hasta que Matías y yo coincidimos en la universidad y reanudamos nuestra amistad, aunque aprecié en su carácter como un rescoldo de resentimiento hacia mí, al que no di mayor importancia. No volvimos a hablar de un pasado que tanto a él como a mi nos resultaba incómodo. Solo que el pasado volvió con la muerte de mi padre. Su comportamiento en aquellos días de duelo fue modélico. A mí me sorprendió su actitud, que estimaba sobrepasaba las consideraciones propias del momento, sus llamadas a mis hermanas y a mi madre, su presencia constante, incluso en las reuniones supuestamente más intimas, incorporaban un elemento distorsionador en la sucesión lógica de los hechos. Lo curioso fue comprobar como mi madre encontraba alivio en lo que para mi comenzaba a ser intromisión. Ante mi pasividad, Matías mostraba la tierna y serena compostura del hijo mayor, capaz de sostener con manos fuertes el timón en medio de la tormenta. Bajo su sombra protectora el sol abrasador del abandono dejaba de quemar. Yo le observaba, entre sorprendido y molesto, por la usurpación manifiesta de las funciones que me correspondían. No puede negarse que para los demás fue una ayuda poder apoyarse en ese muro de aparente solidez, pero no para mí, conocía a Matías mejor que nadie y estaba convencido de que fingía. ¿Por qué lo hacía? No creía en su afecto, no tenía porque existir en su interior el impulso de convertirse en lenitivo de nuestro dolor, eso no entraba en su escala de valores. Matías era egoísta por naturaleza, y como cualquier egocéntrico usaría las armas del desprendimiento y la solidaridad para conseguir un fin propio, que, al cumplirse, destruiría por completo las ilusiones de quienes le hubieran creído, de aquellos incautos cuyo momento de debilidad sirvió para cimentar su triunfo, y que una vez conseguido, pasarían a engrosar las filas de los humillados. Desde luego, no quería eso para los más cercanos a mí, sería como asistir a su ejecución desde el palco de un espectador privilegiado; me veía, por tanto, obligado a hacer algo para detener la estrategia de araña de este usurpador, cuya ventaja estribaba, primero, en su cercanía a nosotros, la cual le abría de par en par las puertas de nuestra intimidad, después, en su innata habilidad para hacerse querer, porque nada había en él que no fuera premeditado y por un simple cálculo de posibilidades, amparado en su entrenada inteligencia, iba poniendo las marcas que le harían conquistar el territorio deseado. Presentía que debía, cuando menos, desenmascararle, decirle que el engaño no podía seguir adelante, que si no era suficiente con hacerme pagar por un delito que no había cometido; pero no me atrevía a decírselo abiertamente, temía que las cartas que guardaba significaran el descrédito ante los que más me importaban, por eso, cuando por fin me encontré con él a solas, tuve que emplear un tono conciliador:
-Supongo que tengo que darte las gracias-le dije.
El me miró, aparentando ser compasivo:
-Solo intento ayudaros. En estos casos una persona que no está tan implicada emocionalmente ve las cosas con más serenidad. De todas maneras, si crees que me meto donde no me llaman, me retiro y ya está.
-No, Matías, lo estás haciendo muy bien. Tanto mi madre como mis hermanos están muy agradecidos.
-Tu opinión es otra, verdad.
-Mi opinión me la guardo, aunque valoro que no hayas echado leña al fuego contando el asunto del coche. Es un detalle.
-Sabes que por mi boca no se enteraran de eso-afirmó Matías.
-Está bien, ¿Cuándo vuelves a la Facultad?
-Mañana.
-Vale, ya nos veremos.
La vuelta a la normalidad hizo que los rompientes se volvieran remansos y que se empezara a pensar en términos de un futuro distinto, bajo la responsabilidad subjetiva de un proyecto con el que comprometerse. Era necesario dibujar el porvenir con pulso firme y voluntad decidida, así me lo decía todo el mundo y así lo entendía yo, por una vez de acuerdo en valorar el sentido común como el mejor de los sentidos. ¿Qué hacer? Primero terminar la carrera, aquella trabada conquista de ¿méritos?, que era el destino previsto, aquel que nos daría la seguridad material de un porvenir conquistado, un territorio donde asentar las raíces que me harían madurar. Por eso llovían los consejos como cabos lanzados al viento: “eres el hijo mayor, tu deber es ayudar económicamente a tu madre” “solo te queda una asignatura difícil, apruébala en esta convocatoria y luego buscaremos el mejor camino posible”, “ponte las pilas que hay que echar una mano”, etc. Eran las buenas intenciones que duran lo que dura el recuerdo del amigo, el tiempo va soltando las amarras de la amistad perdida y tú te quedas en el muelle como un marinero sin barco. La verdad es que nunca me había sentido más solo, y esta sensación no la atribuía al hecho dramático de la pérdida del padre, es que, por primera vez, me daba cuenta de que única y exclusivamente dependía de mi mismo, y eso me pesaba y me hacía sentir inseguro; de repente una avalancha de calamidades intentaba sepultarme ,las voces que oía a mi alrededor me sonaban huecas, y una suerte de fatalidad asomaba sus fauces con la intención de engullirme; pero yo me sentía como un moai , una estatua altiva e incorruptible a la erosión, por más que todos los fenómenos de la naturaleza se conjuraran para acabar conmigo; me reconocía fuerte cuando la debilidad antes de hoy había sido una de mis señas de identidad, y esa fortaleza provenía de la conciencia del sinsentido de lo que me rodeaba, de las cenizas de las que , en acrobática vuelta atrás, el fuego crearía el calor que me permitiría sobrevivir. Fue una toma de conciencia lenta y renqueante, como el desperezarse tras una noche de borrachera. Tuve que palpar concienzudamente los rastros previos para hacerme una idea seria y serena de en qué situación estaba; era un convaleciente que se repone de sus heridas y a la vez descorre una cortina que le expone al mundo, para anunciar su caída, tanto como este le penetra para darle aliento vital ¿es esto lo que siente el que recibe el transplante de un órgano sin el cual no podría vivir, o es mi posición la del donante que se libera de una víscera atacada por el cáncer? No podía elegir el mal, pero si el tratamiento, médico de mi infortunio, crearía la homeopatía de la transformación, la mutación de las células, el alumbramiento del ser equilibrado que se inyecta serenidad en dosis de caballo para poder cabalgar sobre las crestas del conformismo social, y poder ser aceptado y querido y ser primus inter pares, y hasta salir en el periódico local por motivos laborales de interés público, opinando con profesionalidad , buen sentido y erudición, con frases meditadas al pairo de preguntas conocidas con anterioridad, usando traje oscuro y corbatas a tono, aspirando a un mercedes gris metalizado de cinco plazas; ya que entonces deberé tener una familia, dos hijos al menos, niño y niña, y mujer con sólida formación que da clases en una universidad privada, chalé adosado y qué se yo de acopios materiales que dicen dan la felicidad. A eso me encamino y la primera piedra del edificio es acabar mis estudios, solo una asignatura, esa maldita asignatura, me separa de la meta. Romperé la cinta como si verdaderamente fuera el ganador de una carrera en la que soy el único participante. Primero y último. Último y primero. A veces me parece que voy corriendo en el vacío dando vueltas alrededor de un agujero negro, atrapado en su gravedad, inmensa como una canica en el firmamento.



CAPITULO VEINTICINCO

Debido a la situación familiar, pasaba los fines de semana en casa. Metía la ropa sucia en una bolsa de plástico y ésta a su vez, junto con algunos libros, en una bolsa de deportes. Al no disponer, ya de coche propio, solía coger el ferrobús a Coruña que partía a las ocho y media de la tarde. Aunque me quedaba algo lejos, me gustaba ir caminando hasta la Estación del tren. Si tenía tiempo, deambulaba un poco entre las calles que partían de la plaza roja, llenas de comercios y de bares, mientras me dirigía zigzagueando hacia mi punto de destino. Luego, cuando llegaba a la estación, casi siempre con el tiempo justo, me ponía a la cola para sacar el billete y esperaba en el andén la llegada de las dos unidades que solían componer el ferrobús. Nuestro tren parecía de juguete, cuando desde el interior, antes de partir, veíamos la llegada del tren expreso precedente de Coruña con destino a Madrid. Llegaba resoplando como una bestia furibunda, arrastrando interminables vagones de pasajeros, que iba contando uno por uno, haciendo una apuesta conmigo mismo-esta vez me la jugué por el nueve- ,sobre la posición que ocupaba el coche-restaurante-era la décima- . Estábamos condicionados, tanto por su llegada como por su partida-injustamente volvía a salir antes de que nosotros lo hiciéramos-, de tal manera, que de su puntualidad dependía la nuestra, y no era raro que el retraso acumulado alcanzara la media hora, aún antes de habernos puesto en movimiento. El ferrobús era como una enorme sala de espera, débilmente iluminada, con sillones alargados, enfrentados unos a otros, donde los viajeros se sentaban codo con codo. Los pasajeros más habituales eran paisanos de los alrededores y estudiantes, que se mezclaban en los asientos, sin otro criterio que el de encontrar un sitio libre. Este viernes éramos pocos los que viajábamos. Busqué un lugar y me sitúe en una zona vacía pegado a la ventana. El día comenzaba a acostarse en los brazos de la noche, el paisaje se oscurecía y solo quedaban trozos de verde bajo la luz de algunas farolas. El tren avanzaba cansino, traqueteando sobre las vías, los viajeros nos mecíamos al ritmo de la marcha, a mi izquierda una chica rubia que conocía de viajes anteriores, leía con detenimiento un libro de tapas azules. Por curiosidad intenté averiguar de qué libro se trataba, con dificultad creí entrever que se trataba del don Juan de Torrente, ¡qué curioso que fuera ese libro precisamente!. Miré a la joven con simpatía pero ella no levanto la vista. El ferrobús se detenía regularmente, en estaciones con nombres de lugares, pequeños núcleos de población poco conocidos, lo cual para el viajero novato suponía una sorpresa, no para los veteranos como yo, que nos conocíamos los nombres de memoria, y los recitábamos mentalmente durante el trayecto; en una de estas estaciones de parada obligada, quizá la más solitaria de ellas, aquella de la que por estadística podríamos decir que menos clientes tenía, se subieron dos personas, dos paisanos que iban a Ordenes, es decir, a poco más de diez quilómetros del lugar donde estábamos. Pese a que el vagón estaba semivacío se sentaron en mi zona, frente a mí. Los estuve observando disimuladamente, el hombre vestía chaqueta y chaleco negros sobre una camisa lila, apoyaba sus dos mandos en un bastón completamente liso, sin adorno alguno, la boina le caía ligeramente hacia el lado derecho, tendría unos sesenta años, aunque no lo sabría decir con seguridad, profundas arrugas navegaban por su cara de ojos hundidos, fumaba tabaco de liar, que le dejaba huellas amarillentas en los dedos, el pitillo lo mantenía casi siempre pegado a los labios, lo que le obligaba a entrecerrar el ojo derecho, parecía que se quejara permanentemente de un dolor sordo; la mujer era menuda, también vestía de negro, un negro azabache gastado por los años, de estatura pequeña, las piernas no le llegaban al suelo y sus zuecos se elevaban como espolones de un barco, tenia la cabeza cubierta con un pañuelo pegado a su pelo, se diría que solo una intervención quirúrgica podría separar aquel pañuelo de su cabeza, por edad, era más joven que el hombre, no sé cuanto, ninguno de los dos habló durante un buen rato, de repente el paisano se puso a toser.
-ti non lle fagas caso o médico, dixote que deixaras de fumar e ti como que oe chover-dijo ella.
-cala muller, deixa vivir.
-si, si como non te cuides xa verás.
Él hizo un gesto de impaciencia y disgusto. Ya no hablaron más hasta Ordenes, allí se apearon y me volví a quedar solo. La noche era ya completa, la oruga amputada avanzaba con brío hacia su destino. Por fin apareció el revisor, la joven del libro notó su presencia, pero siguió sin cambiar de postura, completamente absorta en la lectura. El revisor la requirió: “su billete señorita”, ella rebuscó en su bolso y le entregó el billete, sin mirarle. Después se dirigió a mí, yo ya lo tenía preparado, lo taladró y me lo devolvió maquinalmente. El viaje tocaba a su fin, se adivinaban ya las luces del extrarradio, el ferrobús pasó por delante del polígono industrial que conectaba con uno de los barrios de las afueras. Entre trenes de mercancías, el nuestro acabo por detenerse con una especie de resoplido. A mi altura se podía ver un letrero que ponía: Coruña.



CAPITULO VEINTISEIS


Habían pasado cuarenta días desde el fallecimiento de mi padre y cada cual había retomado su vida ordinaria. Mis hermanas estaban fuera de Coruña, la mayor, Luisa, ejercía de profesora en un instituto de Orense, la que le seguía en edad, Carmen, había conseguido una plaza de médico interno residente en Burgos, donde cursaba la especialidad de psiquiatría clínica. Mi hermano pequeño, Juan, todavía iba al colegio. Aunque hermanos, físicamente no nos parecíamos mucho. Carmen era una muchacha de corta estatura, nariz respingona, muy delgada, alegre, pizpireta, de gustos sencillos, tenia novio con el que hacia una extraña pareja, pues él era enormemente alto, fuerte como las columnas de Hércules, de un moreno uniforme, velloso, con un principio de alopecia que le nacía en la coronilla e iba conquistando territorio poco a poco, de pocas palabras, dichas con tal gravedad que parecían sentencias. Luisa era más seria que Carmen , de talla ligeramente superior a la media, el pelo liso y oscuro que llevaba recogido en una coleta, habitualmente vestía vaqueros o falda larga, sus ojos castaños y rasgados le daban un aire oriental, se arreglaba poco, lectora de libros de bolsillo, en especial los de Alfaguara, el cine de arte y ensayo era su debilidad, no estaba comprometida con nadie, profesaba un feminismo recalcitrante y viajaba al extranjero, contra la opinión de mis padres, siempre que podía. De Juan solo puedo decir lo que diría de cualquier otro niño de trece años, le gustaba jugar al fútbol y coleccionar cromos, era algo tímido y bastante enfermizo, los ojos y la tez claros y el cabello tirando a rubio , que se explicaba-ninguno salvo él tenia los ojos azules- por ser clavado a un bisabuelo mío. Aquel sábado compartíamos comida en la casa familiar. Cada uno ocupó su sitio en la camilla redonda que hacia de mesa, el lugar de mi padre fue repartido de tal forma que un leve desplazamiento de los cubiertos nos daba la sensación de que nada había cambiado, que nuestro sitio era el de siempre, aunque el número de comensales se hubiera reducido. Arrimé la silla de estilo castellano, robusta, cuyo respaldo, como si tuviera esculpida una cara, incrustaba su nariz en algún punto de mi espalda. Todo, pues, estaba en su debido orden, hasta el servilletero de plata, con el nombre de cada uno, se había colocado junto a la servilleta respectiva. Frente a mi tenia el retrato de la abuela Antonia, una pintura al óleo realizada por un pintor poco conocido, de pátina oscura, la retrataba en un primer plano contundente. Su figura fornida se imponía a un paisaje de fondo, tenebroso y sombrío, que, desde luego, no pertenecía a Galicia, sino que se inspiraba, quizá, en algún paraje inhóspito de la Europa central. Curioso retrato en el que ella, con su aspecto agitanado, parecía la dueña del castillo, aristocracia menor del imperio austro-húngaro, tal vez. Bajo el cuadro, una cómoda de roble, muy trabajada, que velaba a su compañera, idéntica, en la perpendicular. Ambas servían como depositarias de vajillas, cuberterías y cristalerías, amén de algunos cajones de uso diario que contenían entre otras cosas las servilletas que íbamos a utilizar. A mi derecha, bajo los alféizares había una máquina de coser Sigma, cuyo pedal se convertía para nosotros en un entretenimiento, y un sofá de culo bajero, estampado. Encima de la camilla, una lámpara de madera de seis brazos, cada uno de los cuales estaba coronado por un soporte con su bombilla correspondiente, que imitaba una vela, con relieves como de cera caliente. Nunca conseguí ver las seis bombillas encendidas a la vez, siempre había alguna fundida. La decoración de la sala se completaba con algunas fuentes de Sargadelos, colocadas armónicamente, y un reloj de pared alemán, en forma de pajarita, con esfera redondeada y manecillas doradas.
En aquel escenario nos reunimos una vez más. El comedor era un nido de luz. Mi madre colocó unas fuentes de fiambres y una bandeja con pan cortado en rebanadas, después se sentó.

Carmen dijo:
-Mamá, te gustaría pasar unos días conmigo en Burgos. En esta época del año está precioso. La catedral es una maravilla y te llevaremos a comer lechazo, ya verás.
-Tu piensas lo que dices-intervino Luisa-. A ver cuando vas a tener tiempo para atenderla.
-Pues mira por donde, tengo las tardes libres.
-Y por la mañana que pasee sola, no.
-Vamos, no riñáis-dijo mi madre. Gracias por la oferta, hija, pero estoy bien aquí. Ya sabes que no me gusta viajar.
-Yo lo decía porque cambiaras de ambiente, mamá.
-Pero qué sabrás tú lo que necesita ella. ¿Es que estás dentro de su cabeza?
-Luisa, ya está bien-la reprendió mi madre.
-Perdona, mamá, es que estoy un poco nerviosa-se disculpó Luisa.
Yo había empezado a comer y estaba mirando el televisor.
-¿Puedes poner los dibujos?- me pidió Juan.
-Claro, enano-le dije.
Me levanté y cambié de canal.
-¿Qué tal el curso, Sebas?-me preguntó Carmen.
-Bien, con un poco de suerte termino este año. Me queda civil, pero creo que esta vez lo voy a sacar.
-Quien te verá de abogado- dijo Luisa.
-Todavía no se lo que voy a hacer.
-Oye ¿y Matías?. ¿Qué especialidad va a elegir? Dile que si necesita consejo sobre el Mir que me llame-se ofreció Carmen.
-Díselo tú, Carmen, últimamente no le veo mucho.
-¿estáis enfadados?
-no, simplemente no nos vemos.
-¿Y su novia? ¿Cómo se llama?
-Julia
-¿También estudia medicina, verdad?
-Si
-¿termina ahora?
-Desde luego, es bastante más lista que él. Creo que quiere hacer odontología-mentí.
-Vaya, es una especialidad que se está poniendo de moda-dijo Carmen.
-Por supuesto, las nuevas generaciones de médicos se van dando cuenta de que lo más importante en esta vida es el dinero- dijo Luisa con cierta ironía.
-No creo que Julia lo haga por eso-le contesté. Su familia tiene el suficiente dinero para que no se tenga que preocupar de esos temas.
-¡Qué inocente eres, Sebas! No te das cuenta de que el dinero llama al dinero.
-Y qué si es así- dijo Carmen, lo ideal es que la vocación venga acompañada de buenos ingresos.
-eres una materialista, Carmen-dijo Luisa con desprecio.

La comida continuó en estos términos: Juan con sus dibujos, mi madre callada, Luisa y Carmen a la greña y yo, aburrido.




CAPITULO VEINTISIETE


Echaba de menos el mar. Aprovechando que el domingo se iluminó con el sol de una primavera que anunciaba el verano, encaminé mis pasos hacia el lugar donde la arena se besa con el agua. Era una forma romántica o poética de decirlo, porque aunque el día estaba claro, el viento, como solía ser costumbre, soplaba con fuerza, convirtiendo la superficie del mar en una cabellera rizada en continuo movimiento, un vaivén que ese mismo viento reforzaba poniendo crestas blancas sobre las olas, que, complacientes, acompañaban el rítmico acariciar de la marea. El domingo, en sus horas tempranas, cuando las humanas conciencias duermen, es una boca abierta, un corazón entregado al merodeador solitario. Esta ciudad es una península ganada al mar, pero aún conserva en ciertos lugares el lado salvaje, la naturaleza soberana, por encima de los designios del hombre. Uno de esos lugares es el Orzán, donde la ciudad enseña su cintura y se hace más vulnerable a los arrebatos conjuntos de mar y aire. Allí, parece como si el embate de las olas le hiciera adoptar un ademán de recogimiento defensivo, una postura antinatural. Esta sensación es más perceptible en los días de invierno, cuando el temporal azota con furia las avanzadas del paseo y escarba hasta las entrañas de la playa, para convertirla en roca erosionada, un solo bloque granítico que emerge por encima de la alfombra de arena, vencido y desnudado, y esas minúsculas partículas que antes descansaban apacibles, de repente son proyectiles, que girando en los remolinos del agua escupen su desacuerdo sobre el urbanismo minimalista que pretende complementarla. Sin embargo, este domingo no buscaba causar heridas, sino repararlas. Era cómplice y no verdugo, por eso, a medida que avanzaba por este paseo, estrecho como un pasillo doméstico, me sentía más relajado y dejaba que el rumor del mar, con su melodía repetida, fuera mi compañía, como si de un coro de roncas sirenas se tratara , cerrando de vez en cuando los ojos, siempre con la aguja del faro de Hércules indicándome el Norte; hasta que la inercia me situó, callejeando,a las mismas puertas de San Amaro, el cementerio público que se bautiza en el mar. A la entrada arbolada, me detuve ante un puesto destartalado, donde un niño gitano vendía flores. Ofrecía crisantemos, la que llaman margarita del dolor, y claveles blancos. El chaval me animó:
-anda payo, cómprame una docenita-dijo señalando los crisantemos.
-¿los vendes por unidades?-le pregunté.
-claro, hombre, yo te vendo lo que tú quieras.
-dame tres de cada-señalé primero los claveles y luego los crisantemos.
-da mala suerte mesclarlas, payo.
-es igual.
-lo que tú digas-hizo un ramo que ató con un cordel. Después de cortar con habilidad el tallo de las flores, me lo entregó, enfundado en un papel de periódico.
-¿Cuánto es?
-Son cien pesetas.
Entré en el cementerio, que a esas horas estaba poco concurrido. Bajé las escaleras y avancé mirando de frente hacia la bahía brumosa. El cementerio no era una cuadrícula perfecta de la que partieran calles lineales de trazos regulares, era más bien caprichoso en su disposición, un dédalo fúnebre. Yo no sabía exactamente a dónde dirigirme, recordaba vagamente, por el entierro de mi padre, en qué lugar podía estar el nicho. Recorrí unos cincuenta metros, para torcer luego a la izquierda, bordeando un panteón marmóreo coronado por dos angelotes. Busqué entre las lápidas, hasta que di con ella: Familia Aguilar Pérez. Era muy sencilla, no tenía ornamentos, ni recordatorios ni fechas. Ni siquiera se había contratado el arabesco de la inscripción. Deposité las flores con mimo, inmediatamente se torcieron hacia un lado, porque el florero, amplio, estaba concebido para una mayor ocupación, intenté recolocarlas, pero era inútil. La mañana se había encapotado, no tardaría en empezar a llover. Eché una última mirada alrededor y me reconforté pensando que, a fin de cuentas, si me comparaba con ellos, yo no estaba tan solo.



CAPITULO VEINTIOCHO


Anoche tuve un sueño. Una mujer me habló de esta manera: “los cuatro jinetes del Apocalipsis son fantasmas que susurran al oído consignas que el inconsciente cumple. Son cuatro o son ocho, hay quien dice que ha visto a un batallón de jinetes flamígeros desollar el alma de todo un pueblo: a unos les han arrancado el corazón, a otros les han sorbido el tuétano de los huesos, a algunos les han robado los sesos donde guardan sus recuerdos, a los privilegiados les han arrancado las uñas de los pies para hacer con ellas una sarta de abalorios ungulados que llevan colgada al cuello para sacralizar su significado; a la mayoría, simplemente les han visitado en todos y cada uno de sus sueños para que no descansen jamás. Esta es la pena mas leve. Eres mayoría, tu premio es pedrea, debes contentarte con los sueños compartidos en donde las imágenes del horror son fotogramas de películas proyectadas sobre un muro blanco. El blanco es la falta de color, la virginidad, el negro es la oscuridad, la sima donde el inmolado se zambulle, pasa por un tubo que se estrecha hasta que se atora y no puede dar marcha atrás; el negro es el color de los suicidas a los que no se permite el arrepentimiento, el rojo no es sangre, el rojo es sol rojo, germinación, siembra en el corazón doliente, el rojo es la esperanza ,no el verde, el rojo te llama para cubrirte con la púrpura como si fuera un ungüento que te hiciera invulnerable, la sangre no es roja sino gris porque grises son los pensamientos de los hombres, pero la sangre que ve verde se vuelve verde, es un axioma científico, preguntad por ahí, seguro que hay sesudos investigadores que os lo confirmaran. Los cuatro jinetes del Apocalipsis no entienden de colores, la muerte lleva un manto para cubrir su esqueleto, es esto lo que le importa, no le importa que el manto sea negro, la peste mide sus conquistas en centímetros de piel, la piel no tiene color, las llagas tampoco, la guerra quiere ser la aurora perfecta, la que recibe la mañana con el estrépito de los cañones y es que estamos confundidos al no sentirnos cohetes que disparan risas aniquiladoras, el hambre es la reina del mundo, ama tanto su osamenta, que la calavera bruñida susurra palabras de amor que se convierten en amorosas bacterias, voraces termitas del dolor que descarnan los huesos. Los cuatro cabalgan como si fueran solo uno, sus caballos ,aunque no lo creas, son arlequinados y sus jinetes, aunque no lo creas, son ciegos y tuertos al mismo tiempo, sus instrumentos de desdicha son hisopos encantados que rocían gotas de furia sobre la inocencia desprevenida, sus conquistas son despojos de la caridad humana, herencia de la innoble conciencia de los poderosos que entrega a los débiles para contentar a esta bestias que no hacen distingos entre servidor y servido”. Aquí acabó el sueño.



CAPITULO VEINTINUEVE


Hay una semejanza extraña entre la ropa que deja un difunto y los perros abandonados. La ropa está ahí, atiborrando los cajones, colgada de las perchas de los armarios, reclamando, como un buen perro, que su dueño le haga caso. Es triste ver esos trajes colgando, cubiertos por un plástico que prepara para el olvido, las camisas abiertas, las chaquetas ahuecadas, el intenso olor a naftalina con que se intenta proteger el deterioro de las prendas. Lo mismo debió pesar mi madre, porque en cuanto pudo me llevó solemnemente al dormitorio y me dijo:
-Mira, hijo, no sé que hacer con la ropa de tu padre ¿Por qué no te pruebas alguna cosa?
-Mamá-le dije- yo soy más alto y más delgado que él, no creo que pueda aprovechar nada.
Ella no contestó. Abrió el viejo armario de castaño, hurgó dentro y sacó un traje.
-Mamá, eso no me lo voy a poner-protesté.
-está bien –desistió-.Pruébate esta camisa-dijo sosteniéndola en alto.
-Si no hay más remedio. Me quité el jersey y el polo que llevaba debajo. La camisa me quedaba ancha por el pecho y corta por las mangas.
-Ves, ya te lo decía.
Ella asintió.
-Bueno, habrá que regalarla.
-No hagas eso, guárdala un tiempo.
En eso vi una chaqueta que combinaba ante y punto. Le dije:
-¿y esa?
-pruébatela, si quieres.
La cogí y me la probé. Enseguida me encontré cómodo y no parecía quedarme demasiado mal.
-¿qué tal?- le pregunté.
-A ver- dijo tomando distancia-, date la vuelta. Un poco currita, pero te puede servir-sentenció.
Y me la quedé. Desde entonces la utilicé con frecuencia. Me gustaba pensar que era la ropa menos ropa de mi padre, seguramente la que peor le quedaba a él, dado que era la que mejor me quedaba a mí. Se convirtió en una segunda piel. No quiero decir con eso que no cambiara de vestimenta, todavía conservo el sentido de la higiene, pero si es cierto que la forma de vestir adquirió una nueva dimensión para mí. Seleccioné con mimo aquello que me iba a poner; en primer lugar, los colores: negro, marrón y azul oscuro; en segundo lugar, el tipo de ropa: chaqueta abierta y caída, pantalón vaquero, jerséis de punto con dibujos: rombos y ochos, preferentemente, calcetines gastados ,también negros o marrones, a veces con agujeros, calzoncillos largos, camisetas de felpa; los convertí en símbolos de supervivencia, era como el marino con su gorra o el juez con su toga o el médico con su bata. Me daban confianza, seguridad, me identificaban. En particular, sobre la chaqueta que heredé, puedo decir que las palabras en vida de los dos no lograron aproximarnos tanto como el compartir una simple prenda de vestir. Cuando estaba deprimido lo primero que hacía era enfundarme la chaqueta y me sentía mejor. Imagino que con ella tenía un aspecto horrible: me quedaba algo corta, lucía descosidos, el ante estaba descolorido y ennegrecido, y los botones luchaban por sobrevivir ante el apretón de los ojales. Pero yo estaba orgulloso y hasta hablaba con ella como si le pidiera consejo. Así pues, al final había encontrado una vía de entendimiento con el mundo y la había extendido a toda mi vestimenta: chaqueta de franela negra, a juego con un pantalón a rayas pasado de moda, jersey de cuello alto, zapatos también negros, por supuesto, y calcetines blancos de deportes con cenefas rojas, en varios modelos, tipo santillana, largos hasta la rodilla, gruesos, buenos para el invierno, o bien más cortos, demasiado cortos, para otras épocas del año. Hubo otra cosa de mi padre que pedí expresamente, se trataba de un reloj Omega de los años cuarenta, de correa metálica que dejaba marca en la muñeca, y esfera plateada con fondo negro, donde dos delgadas manecillas hacían su recorrido circular apuntando a números romanos. Muy pronto dejó de funcionar y pasó a cumplir una nueva función: era el amuleto, eso creía, el parapeto inmune a las agresiones exteriores, el fetiche que nunca se enseña, el colmillo de la suerte. Lo malo es que tampoco funcionó como bienhechor y era más bien una opción sentimental disfrazada. Otros objetos que habían pertenecido a mi padre, se guardaron: una obra de teatro cargada de efluvios patrióticos que escribió cuando casi era un niño, fotografías costumbristas de cenas con amigos, de paseos de juventud con mi madre, de romerías, de tardes de verano; las joyas más personales, como la alianza que llevaba en el dedo anular de la mano derecha, o un solitario de oro blanco , macizo, coronado por un enorme diamante que lucía en el dedo anular de la otra mano, o el encendedor de oro Dupont que hacia juego con la pitillera también de oro que tenia grabadas sus iniciales, o un colgante formado por una cadena muy delgada y una cruz de plata sencilla y minúscula. Estas cosas se pusieron juntas en un cofre y se depositaron en una caja de seguridad de un banco, donde tuvieron su propio nicho.




CAPITULO TREINTA


No había premeditado nada. Solo veía clara una cosa: le diría que era consciente de sus manejos y que si creía que había conseguido el propósito que pretendía, lo había conseguido con mi consentimiento, y por motivos que nada tenían que ver con los suyos. Con este pensamiento acudí a la cita que habíamos convenido para comer. Quedamos en un restaurante de comida casera, tradicional en las formas y en la selección de los menús, con apariencia más de tasca que de casa de comidas. Era un lugar desapacible, oscuro, donde se comía sobre típicos manteles a cuadros blanquirrojos, con platos y vasos de duralex y cubiertos desgastados por el uso constante de estropajos de alambres. Cuando llegué, Matías ya me estaba esperando en una mesa, bebiendo tranquilamente un vaso de vino blanco.
-Hola, Matías-le dije
-Hola. ¿Te apetece un vino antes de comer?
-No, gracias, tengo hambre. Por mí, pedimos ya la comida
Matías le hizo un gesto a Maria, le camarera que servía las mesas.
-¿Qué tenéis hoy?-le preguntó.
-Hay caldo o sopa, de primero. De segundo carne asada, pollo o calamares en su tinta.
-Yo tomaré sopa y carne asada-dije.
-Yo, lo mismo- dijo Matías.
Luego puso los codos sobre la mesa, y mirándome, me dijo:
- A estas alturas, supongo que ya lo sabes todo.
-Hace tiempo que lo sé. Fui atando cabos: las llaves del coche, la denuncia, los testigos, todo me llevaba a ti. Dudé sobre qué hacer. Conocí a la viuda de la víctima. Se llama Herminia, sabes. Tiene una hija inválida que necesita pagarse una operación. Entonces decidí seguir adelante. ¿Qué iba yo a perder? Nada. Fátima me aseguró que no iría a la cárcel, también me dijo respecto a las responsabilidades civiles que no tendría que asumirlas. Debiste informarte mejor, Matías. Aquí me tienes, igual que antes.
-Reconozco que no salió como esperaba, pero me basta con haberte puesto en evidencia.
- Me das pena. ¿No crees que por lo menos merezco una explicación?
- No pienso justificarme-dijo Matías con desprecio. Si he sido tu amigo ha sido solamente para esperar una oportunidad como ésta. Para ti fue muy fácil, tu padre no se quedó en la calle, pudieron pagarte un colegio caro, te vistieron, te alimentaron, no te ha faltado de nada. Para mí no lo fue tanto. Mi familia se quedó prácticamente en la miseria, aquello afectó mentalmente a mi padre, que ya no volvió a ser el mismo. A mí me arrancaron del mundo placentero de una infancia protectora y me colocaron delante de la escasez. He visto la cara sórdida de la vida, en cambio tú, qué sabes de pasar hambre, de acostarte por las noches con un agujero en el estómago, de vivir hacinados en sesenta metros cuadrados. ¿Por qué me pasó eso a mí, y no a ti?
-No lo sé, Matías, pero yo no soy culpable de vuestra desgracia, ni mi padre tampoco. No fue el quien tomo la decisión de despedir al tuyo. Al contrario, lo sintió mucho.
-Es posible, pero fuisteis vosotros los beneficiados.
-¿Beneficiados simplemente por mantener un trabajo? Tú estás loco-le dije indignado.

Matías juega con el cuchillo mientras esperamos a que llegue la comida. María trae dos platos de sopa, los coloca sin mucho cuidado en el lugar de cada uno. Ninguno de los dos se decide a empezar a comer. Una mosca revolotea en círculos y amenaza con bañarse en uno o en otro plato. No termina de decidirse.

-Ésta es la última conversación que vamos a tener-le digo. Te has portado como un cabrón.


Matías coge la cuchara, la hunde en el líquido humeante y prueba la sopa.

-Esta buena-dice-.
Levanta la jarra de vino, llena su vaso y el mío.
-¿Quieres brindar por nuestra despedida?-me pregunta.
-Por qué no-le digo. Brindo porque te jodan.



CAPITULO TREINTA Y UNO


Caí enfermo en el momento más inoportuno. Una de esas gripes que solía visitarme regularmente me dejó postrado en la cama durante una semana. La fiebre se presentó de repente, con su tarjeta de visita habitual: escalofríos. El termómetro apuntaba a cuarenta, así que, como era preceptivo, me metí en cama. Encogí las piernas y en contra de lo recomendado para estos casos, me arropé con las mantas todo lo que pude. El virus me atacó un sábado por la tarde, en fechas muy próximas a los exámenes de fin de curso. Esto suponía un grave inconveniente, porque el viernes siguiente tenia la prueba final de civil, el último obstáculo para obtener el título. Solo cabía armarse de paciencia e intentar recuperarse cuanto antes. Me tomé una aspirina, a la espera de lo que me recetara el médico, e intenté dormir sin conseguirlo. Desperté empapado en sudor, la fiebre había bajado un poco pero seguía siendo relativamente alta para esas horas de la mañana. Desde niño fui bastante enfermizo, por lo que guardaba con la enfermedad cierta familiaridad que me había hecho adoptar determinados hábitos, cuando aquella me condenaba al reposo. Por ejemplo, tenia cuidadosamente repartido el tiempo: primero desayuno y lectura, después me entraba el sueño y dormía un rato, comida ligera, otra pequeña siesta, dos o tres horas de lectura o diálogo si alguien me hacia compañía-rara vez-, por último, si me encontraba relativamente bien, veía la televisión para volver al sueño nocturno. Cuando más disfrutaba era por las mañanas, leyendo libros de aventuras o de misterio, mis preferidos para la ocasión, con la luz clara creando la atmósfera adecuada y el silencio en la casa que te permitía concentrarte en la lectura. Pasaron domingo y lunes y pude levantarme casi recuperado, los cuatro días que se sucedieron los pasé dedicado íntegramente al estudio, intentando recuperar el tiempo perdido. Llegó el viernes y me levanté de madrugada para coger el autobús de la siete a Santiago. Cuando salí hacia la estación era todavía de noche, vi gente que iba a sus trabajos-escasa- o volvía de una juerga-alguna-, repartidores de periódicos y el camión que recogía la basura circulando despacio, con dos empleados en la parte de atrás, uno a cada lado, agarrados a las asas laterales y con el pie-izquierdo o derecho-en el pescante. Una luz amarilla giraba en lo alto de la cabina publicitando su abnegada labor de servicio público, el camión se detenía cada pocos metros y los danzarines saltaban a ejecutar sus pasos de ballet, para depositar con gracia-uno más que el otro- las bolsas de basura en el vientre triturador del leviatán. Pronto me encontré en la estación y bajé a los andenes donde el autobús se aposentaba en una de las plazas. Pedí mi billete a Santiago y me acomode en primera fila, justo en el asiento posterior al conductor. Éste era un hombre grueso que llevaba una camisa azul, arremangada hasta los codos, y un pantalón también azul-oscuro- ligeramente caído a la altura de la cintura, por donde sobresalía rebelde una prominente barriga. Yo observaba su quehacer, los dedos rollizos manejaban con agilidad una manivela que él hacia girar cada vez que un viajero pedía su billete, la máquina escupía un papel que el conductor rompía con limpieza, entregándole al cliente una pieza rectangular de ínfimo grosor. El viajero, por su parte, abonaba religiosamente el importe y recibía, si terciaba, el cambio; un par de veces le pagaron con billetes de mil pesetas, lo que hizo que el hombre expresara mediante un bufido, su desaprobación. Con el vehículo prácticamente lleno nos pusimos en marcha, el conductor era experto y cambiaba las marchas con mucha suavidad, consiguiendo que el autobús avanzase a una velocidad creciente y constante. Mi asiento estaba tan próximo al de él que era imposible no fijarse en algún momento en su robusto cuello, con dos arrugas perfectamente marcadas, como de mantener rígida la posición de conducir, las orejas las tenia un poco separadas, de tamaño pequeño y algo coloradas, el cabello lo había concentrado en las proximidades de la nuca, porque más arriba la calva ejercía sus dominios. Era una calvicie, como se suele decir, reluciente, efecto acrecentado por un pequeño foco de luz que tenia justo encima, y que convertía la superficie de su cráneo en un espejo cóncavo refulgente. Penetramos en la autopista cuando ya el día anaranjeaba el horizonte, me puse a repasar mentalmente los temas del examen mientras en la radio se daban las noticias del parte matinal. No estaba nervioso, pese a que me daba cuenta de que no podía permitirme el lujo de perder otro año entero. Por fin, el autobús llegó a Santiago. Dieron las nueve de la mañana. Tenía tiempo, ya que mi examen no empezaba hasta las once. Decidí bajar andando hasta el centro, no llevaba equipaje alguno, nada más que un par de bolígrafos, y en los bolsillos, lo de siempre, en los laterales: el tabaco y las llaves, en el de atrás: la cartera. En un bar de la Algalia paré para tomar un café. Me senté tranquilamente en la proximidad de un ventanal, dejando pasar el tiempo, dando vueltas a la cucharilla, que formaba un remolino oscuro. A eso de las diez reanudé la marcha, el tránsito en Santiago era el ordinario de un día laborable. Por el Preguntoiro se formaban dos columnas de gente circulando en diferentes direcciones, por fin, llegué a la Facultad, justo media hora antes del comienzo teórico del examen. Miré en los tablones para confirmar el aula, indicaba la número dos, una de las más grandes. Vi, a escasa distancia, a los compañeros que coincidían conmigo en el lastre de la misma asignatura. Todos de diferentes cursos y de distintas convocatorias, para más de uno esta era su última oportunidad, otros, como en mi caso, estábamos en la segunda o en la tercera, navegando entre el éxito y el fracaso. El catedrático se presentó puntual, acompañado por dos adjuntos. Dieron orden de que entráramos y nos fuimos situando en las primeras bancadas, dejando un espacio libre entre cada examinado. El catedrático dio las clásicas instrucciones de inicio y se fueron entregando los folios con membrete, en donde debíamos poner nuestros datos personales. Seguidamente se entregaron los exámenes. Leí las preguntas:

1. El usufructo(Tema 2)
2. La clausula “rebus sic stantibus” en los contratos(Tema 15)
3. El derecho de propiedad:límites(Tema 8)
4. La posesión. Acciones en su defensa:los interdictos posesorios(Tema 5)
5. La prescripción adquisitiva(Tema 10)

¡Bien!-pensé. El bolígrafo empezó a deslizarse sobre el folio, su memoria hablaba, la tinta estaba formada por neuronas entrenadas, cada una de las cuales enlazaba un átomo de saber con su justa correspondencia en la neurona siguiente, era la química en ejercicio, que iba juntando las palabras, dibujando su significado en el orden preciso, formando párrafos que querían responder lo más exactamente posible a la pregunta que se me hacia. Acabé el examen, lo entregué y me marché.




CAPITULO TREINTA Y DOS


Siempre hay alguna peculiaridad que nos permite distinguir a una persona de las demás. Es, en esos pequeños detalles, donde se decide entre simpatía y antipatía. Yo estaba cansado de decirle a Luis:
-no seas cutre, pareces un viejo alcoholizado con esa petaca en el bolsillo.
Y él me decía:
-¿ a ti que mas te da?, es mi pequeño vicio oculto ¿Cuál es el tuyo?
Yo le contestaba:
-como lo sepan en tu partido te van a dar la patada rápido, tienen fama de monjas de clausura.
Se reía:
-¿me estas tomando el pelo, no?.A ver ¿cuál es el tuyo?-insistía.
-yo no tengo vicios, idiota- le decía palmeándole la cabeza.

Ese era Luis y ese era su detalle que le individualizaba. Eso y su mirada, porque daba la impresión de que jamás pestañeaba. Miraba con fijeza, pidiendo correspondencia entre lo que decías y lo que pensabas. Era difícil engañarle, había que estar muy entrenado para superar ese detector de verdades que eran sus ojos. Matías también tenía su seña de identidad. En su caso era el anacronismo que se manifestaba entre la apariencia de seguridad en sí mismo: estatura, corpulencia, gallardía, hablar pausado y pensado y otra serie de cualidades coincidentes; y una especie de tic nervioso que le hacia girar involuntariamente el cuello un par de veces cada pocos segundos, cuando alguna agitación interior le poseía. No creo que él fuera realmente consciente de ello, o tal vez, pensaba que los demás eran incapaces de apreciarlo. Nunca hizo mención de este mínimo extravío, que desmoronaba toda su fachada. Él seguía como si nada: adoctrinando, ironizando, amenazando veladamente, y entre pedazos de frases ,el clic del cuello, como si fuera un muñeco articulado, repetía mecánicamente las dos consabidas sacudidas, una y dos, y vuelta a su posición original. ¿La frecuencia? Diríamos que dependía del nivel de tensión nerviosa, a veces se pasaba horas sin mostrarlo, otras veces lo ejecutaba espaciadamente, y otras, en plena efervescencia emocional, me recordaba a Chaplin en la película tiempos modernos, aturdido mientras veía pasar sobre la cadena de montaje interminables piezas que iban a ninguna parte, siguiendo con la vista la circulación incansable, convirtiendo su cabeza en el carrete enloquecido de una máquina de escribir que nadie era capaz de parar. Ni siquiera el propio Matías le daba verdadera importancia a su tic, tan centrado en su discurso que olvidaba las formas, y nosotros lo mismo, pues para este menester éramos sus mejores aliados, tan sincronizados, tan habituados unos a los otros que convertíamos la diferencia en igualdad y viceversa, quiero decir con esto que si hablo de esa peculiaridad de Matías hablo desde la distancia ,desde los principios de nuestra amistad, porque luego, a medida que esa persona se convierte en apéndice de tu vida has interiorizado de tal manera su pensamiento y sus gestos, que te parece extraño que alguien mencione que hay algo raro en ellos, y lo que te parece raro es que haya a quien le parezca raro, dando la impresión de que uno es muy poco observador, por no decir otra cosa; en consecuencia, no te queda otra que dar la razón a quien si se las da de observador, y decirle :“si, yo ya lo había notado pero claro terminas por acostumbrarte”. Algo que decías solo por quedar bien, y con una actitud de desconfianza como de “qué defecto me sacara a mi”, que te hacia poner a la defensiva, con urgentes deseos de ausentarte bajo cualquier excusa que se te pasara por la mente. En cuanto a Julia, si la recuerdo por algún detalle en particular, es por las enormes chaquetas de punto que solía utilizar, las mangas eran tan largas que Julia había adquirido la costumbre de apretar los puños de la misma, fuertemente, con sus dedos, dejando las mangas tirantes. Esto lo hacia con bastante frecuencia, especialmente mientras gesticulaba, las chaquetas le duraban poco, al deformarse continuamente, las hombreras se le caían y acababa por ofrecer una expresión bastante ridícula como de hermana menor que heredara la prenda de su hermano mayor-en edad y en estructura-, aunque sin mostrar disconformidad alguna, ya que para ella esa flojedad de la ropa constituía el colmo de la comodidad. Elena llamaba la atención por su porte, era una chica alta, bien proporcionada, que tenia una gracia especial al caminar, eso es lo que me ha quedado de ella, muchas veces la he visto alejarse, con su andar rítmico y armonioso, como si dentro de su cabeza sonara alguna música que ella fuera interpretando con el movimiento de sus pies, en una demostración de talento único e inimitable. Esa elegancia era tan natural que me divertía pensar en Julia como si fuera una gata negra y caprichosa y, en verdad, que era el animal que más se le asemejaba, tanto en apostura como en carácter. Me queda hablar de mí mismo, pero resulta que nada especial encuentro que destacar, ni siquiera puedo mencionar un objeto- como en el caso de Luis-que me identifique-ni me reconozco en ninguna singularidad propia por mucho que me mire en el espejo y practique ante él como si me estuviera dirigiendo a otro, quizá lo poco que se pudiera resaltar radique en la extremidades superiores e inferiores; en mis manos, de dedos largos y delgados y en las uñas peladas, empequeñecidas, que me arranco con cuidado; son manos de pianista que no sabe tocar el piano; o en mis pies, de características similares-soy simétrico a dios gracias-grandes para mi estatura corporal, feos, todo hay que decirlo, con las falanges un poco deformadas por el uso de calzado en exceso ajustado y que, afortunadamente, podía ocultar con el caparazón de los zapatos. Son opiniones subjetivas, ya lo sé, impresiones nada más, fogonazos que la observación manipula, juicios imperfectos que ofenderán al sujeto aludido, quién con legitimo derecho de protesta dirá: “¿es eso lo que recuerdas de mi?”, y tengo que decirles que sí, con un “lo siento” velado que me hace sentir culpable, porque ellos merecían ser recordados por otras cosas: Luis por su compromiso, Julia por su generosidad, Elena por su ambigüedad, Matías por su maquiavelismo. Ellos tendrán su opinión, que aquí no podrán expresar, que escriban sus notas y la expongan, o que la digan cara a cara. No lo harán, porque estas cosas no se dicen al interesado, se comentan por detrás y no se preguntan por el miedo a que la respuesta no sea la que esperamos. Creíamos que la amistad era respeto, pensábamos que se nos valoraba. No era así, al menos no era así en todos los casos, hay amistades egoístas que se nutren del desprecio, están contigo porque en la comparación se creen mejores, no te respetan, no te valoran, se suben a tus hombros para ver más allá, eres su peana, el cilindro macizo sobre el que ellos se exponen, bustos que quieren pasar a la historia de las miserias cercanas como aquello que sobrevive, porque dicen que son de bronce y tu de plomo, capitanes que abandonan el barco cuando toca hundirse, pero antes han tenido tiempo de atarte en la bodega más profunda para que no reveles la fatal mascarada; de esa experiencia, tarde o temprano, se sacan enseñanzas, como la de que es una falsedad esa frase hecha que dice dime con quién andas y te diré quién eres. No, es más cierto afirmar: dime si los conoces y dirás quien creen que eres.




CAPITULO TREINTA Y TRES

Llueve con la persistencia de una plaga. Llueve sin perdón. La lluvia consigue que salga de la madriguera. Carmen habla con Roberto en el vestíbulo. Roberto, ha dicho Carmen, estudia arquitectura técnica y yo la creo, aunque nunca he hablado con Roberto. Roberto es mi vecino de habitación y solo lo he visto una vez. Es un inquilino modelo que trabaja de noche y duerme de día. Roberto opera en silencio sobre una mesa de dibujo. De él solo se podría escuchar la respiración, y eso si estás muy cerca. Me sorprende verlo a las primeras horas de la tarde. Y estoy seguro de que es él, reconozco los quevedos bien incrustados en la nariz. Han parado de hablar al verme. Les he dicho: “Buenas tardes” y ellos han dicho: “Buenas tardes”. Voy en busca del agua, a beberme la lluvia. Tengo clase pero no asisto, tengo hambre pero no como, tengo tantas necesidades pendientes de satisfacer que no sé por cual empezar. Recorro las calles sorteando enemigos. Los enemigos son los transeúntes que circulan como gusanos airados. Me chorrea la ropa empapada. Noto que he ganado medio kilo, que se perderá al estrujar los pantalones, la camisa y hasta las prendas interiores. Me siento tan incómodo que busco un refugio. Tomo el camino del Galo, como si fuera un animal que por inercia regresa al redil. Al llegar no veo a nadie conocido y le pregunto a Raúl si ha visto a alguno de los de mi grupo, él se limita a contestar: “por aquí no han pasado”, noto algunas miradas clavadas en mí, debe ser que los pantalones son blancos y se pegan a la piel. Me despido casi pidiendo perdón y sigo bajo la lluvia, estoy tan mojado que ya da igual, maldigo el tener el pelo tan largo, el flequillo forma estalactitas que dejan correr el agua como fuentes, tengo las orejas ateridas y la nariz me moquea, apenas puedo abrir los ojos velados por el reguero de agua, que es como un sudor frío que se adhiere a las pestañas. La Rúa Nueva me recibe con orquesta de cañerías, del cielo caen pingajos que casi siempre me aciertan, ahí está mi antigua casa, el hotel España, que vive de glorias pasadas. Cada día está más renqueante, Fermín sigue al pie del cañón con su uniforme granate de presentador de circo, le digo : “adiós Fermín” y él se sorprende de que alguien con semejante facha le salude, yo me enfado y le digo: “soy yo, Fermín, Sebastián, te acuerdas, viví aquí un año” “sí, claro, pero adónde vas así hombre, como no has cogido un paraguas, si quieres te presto uno y ya me lo devolverás” ,“no Fermín, no te molestes, tal como estoy ya es lo mismo”, “¿Dónde vives ahora?”-me pregunta Fermín, “En una pensión”-le digo.”Ah”-dice , “Por aquí no ha cambiado nada ¡eh! Fermín” , “pues ya lo ves, solo que somos un poco más viejos”. Sus facciones se contraen en una media sonrisa y yo pienso que aquello no es más viejo sino más decadente, que no son términos idénticos, y tengo un recuerdo para mi habitación, aquella ratonera-nunca mejor dicho- donde en invierno me helaba y para calentarme pasaba las horas sentado en la cama delante de una estufa eléctrica que solo tenia una barra, un miserable y delgado tubo que tardaba un siglo en ponerse rojo y dos siglos en empezar a desprender un calor agotado, y yo le decía, airado y resentido:”te pones rojo de vergüenza”, y él parecía que parpadeaba asintiendo, y luego descolgaba el espejo cuadrado de la pared y lo ponía en la cama, en el cabezal, delante de mi, para hacerme la ilusión de que tenia compañía, sin percatarme de que ya la tenía en aquel ratón juguetón que hacia expediciones nocturnas. Aprieto los puños de rabia recordando el abandono, la condena a habitar un lugar sórdido cuando los otros huéspedes estaban en otra planta, en condiciones más dignas, y me quedo con las ganas de decirle a Fermín: “espero que tiren esto abajo y que nunca más se sepa de este miserable hotel”, pero no se lo digo porque seria desearle que perdiera su empleo y esto no es justo, así que me despido, cortésmente, con un: “ya nos veremos”, y él se queda siguiéndome con la vista, cabeceando ligeramente. Seguro que cree que allí estaba mejor y se engaña, como todo el mundo que juzga desde su posición e ignora cualquier otra. Apresuro el paso cuando la lluvia empieza a remitir, chapoteo en los charcos que se han formado en la Herradura. Soy el único que pisa en los charcos porque sí, hay quién se aparta al verme venir, estoy ya ante le portal de mi casa, subo en el ascensor hasta el cuarto piso y al salir dejo un charquito de agua redondo y lustroso, con toda la parsimonia del mundo me quito la ropa mojada y la dejo en el suelo, me siento desnudo en la silla y empiezo a tiritar como un condenado en día de ejecución.




CAPITULO TREINTA Y CUATRO


Echamos de menos el coche. Nos permitía realizar escapadas como ir a comer a Cacheiras o salir por la noche a alguna de las discotecas de las afueras. Pero nadie quiere hablar de ello, parece haberse convertido en un asunto tabú después de lo ocurrido. El automóvil sigue retenido en las dependencias de la policía y espero que llegue pronto una comunicación oficial que me permita retirarlo. No podré hacerlo personalmente ya que me han suspendido el uso del carné de conducir durante dos años.“¿Qué pasará ahora?-le he preguntado a Fátima y ella ha dicho: “debemos esperar a la ejecución de la sentencia”, pero que no debo temer nada porque en la propia sentencia ya están previstos los términos en que se ejecutará, y estos son los que pactamos, es decir suspensión provisional de la condena durante dos años y responsabilidades civiles a cargo de la compañía aseguradora. Me intereso también por la cantidad fijada como indemnización y Fátima dice: “cinco millones de pesetas”. Es un dinero suficiente para que Herminia pueda por fin operar a su hija. Hablando de dinero, no sé como voy a pagar a Fátima por sus servicios, ella ha dicho que no me preocupe por eso, me pasara la minuta, pero se la puedo ir pagando poco a poco, ya he pensado en ponerme a trabajar este verano en lo que sea. He recibido ofrecimientos económicos por parte de Luis- dice que tiene unos ahorros- y de Julia-recurre a su padre que según ella esta forrado-el mismo Matías-cínico-ha sugerido que entre todos poniendo una parte cada uno podríamos cubrir gastos. Es de agradecer esa generosidad, pero no deseo imponer una carga que solo a mi me corresponde. Mi hermana Luisa me ha dicho:
-Carmen y yo estamos al tanto, no le hemos dicho nada a mamá por no preocuparla más. Puedes contar con nosotras.
Lo ha dicho en un tono que sugiere clandestinidad, como si estuviera conspirando. Le he contestado:
-Ya está arreglado, gracias- queriendo zanjar la cuestión y ella ha entendido que no deseo hablar de ese tema. Para no ofenderla le he apretado la mano en un gesto afectuoso, pero lo he hecho con tal torpeza que creo haber causado el efecto contrario. Meto la mano derecha en el bolsillo y luego la paso por detrás de la cabeza acariciándome la nuca. Estoy tenso y no se me ocurre otra cosa que preguntar:
-¿en casa todo bien, no?.
Ella también lo está, mira su reloj y dice:
-anda se me ha hecho tarde, me tengo que ir.
Se va, pero antes de salir se gira.
-recuerda que el veintiuno es el cumpleaños de Juan.
-No lo había olvidado-le contesto.
- ¿Por qué crees que tenemos que celebrar los cumpleaños’ ¿No es un poco absurdo? Bueno, es una forma de acordarnos de los que queremos, creo yo.
-Sí, tienes razón. Prometo acordarme del tuyo y hacerte un regalo
-Lo mismo digo.
Nos despedimos reconfortados, hemos recurrido a un subterfugio para entendernos.

Tengo la impresión de haber hecho las maletas. Están llenas de recuerdos que no sé donde colocar. Las maletas se hacen para deshacerse en otro lugar. Yo intuyo que no necesito equipaje, que allá adonde voy, estas vivencias no tendrán significado. Dicen que las experiencias son como un poso que va creando un sedimento que te hace más libre. Mi opinión no es esa, las experiencias carecen de valor fuera de su contexto, pesa más la naturaleza, la disposición de los genes, que la herencia de los actos consumados. Uno no dejará nunca de ser como es, cometerá el mismo error porque hay algo que le predispone a ello, de nada valdrán cien juramentos que te impongas de no volver a repetirlo, la pulsión vencerá, el fango volverá a manchar y el martillo golpeara sobre el clavo de tus buenos propósitos, para hundirlos, hasta el fondo, en el corazón del destino.¿De qué valen, pues, las experiencias?




EPÍLOGO

Tengo la certeza de haber completado un ciclo. Una etapa que se sellará para no volver jamás. He aprobado, he pasado el umbral y ya puedo cerrar la puerta. Y no solo yo, todos hemos pegado el salto de una cornisa a otra cornisa, sin mirar al vacío, estrenando la azotea de un nuevo edificio, con la ilusión renovada de un futuro por construir. Luis se marcha a Inglaterra para perfeccionar su inglés, luego quiere dar clases y poner su propia academia. Le gustaría, más adelante, si como se anuncia se celebran elecciones para el Parlamento de Galicia, concurrir en la listas de su recién estrenado partido político. Elena desaparece de la misma manera que se presentó en nuestras vidas: como un pasajero que ha concluido su viaje. Ha decidido volver al País Vasco y nadie le ha preguntado para qué. Julia y Matías han emprendido su camino de aprendizaje. A Julia le deseo suerte, y la tendrá, porque la medicina es su vocación. Matías, en cambio, no será un buen profesional, sencillamente, porque es incapaz de entregarse a los demás, y eso me lleva a pensar que ha elegido mal la profesión, aunque siempre le quedarán las clínicas privadas donde el aspecto mercantil pueda tener más peso que el humano. Estos años han sido una aventura dulce, una travesía plácida, en cierto modo programado, que los hechos más recientes se han empeñado en alterar. Al final, las aguas han vuelto a su cauce y el orden de las cosas, el microcosmos en que nos movemos, ha recuperado sus límites de cotidianidad. Lo mismo podría decir de mi familia, la sacudida ha sido fuerte, pero el instinto de supervivencia sabe como recomponer las piezas, las ausencias se sienten por dentro, y por fuera, los sucesos cotidianos imponen su dictadura, esa que nos obliga a poner nuestra atención en ellos en detrimento de los sentimientos más íntimos, reservados para la nostalgia que se reivindica en soledad. Juego con las palabras, cuando lo que quiero decir, es que simplemente la vida sigue su curso, y yo seguiré el mío, que pasa por preparar unas oposiciones que me independicen económicamente. Nos despediremos, deseándonos lo mejor, quedaremos en llamarnos, aunque posiblemente no lo hagamos, aparecerán otras personas que nos sustituirán y cambiaremos para no reconocernos en lo que fuimos. Algún día volveré para pisar las calles de Santiago, caminaré entregado a la piedra que nunca muere, bajo un cielo gris y húmedo sucumbiré a su magia de penitente, y sentiré otra vez, aunque solo sea por un momento, un soplo de eternidad.

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