Así me rozaron
como el flujo leve de la luz
en una telaraña común.
Vencer al silencio de la ubicuidad,
a la alegría de las piscinas, al juego
y a los fértiles visajes de las niñas
cuando asoman sus cenefas de color
y sus labios de mesura.
Un grupo es un misterio de hojas entrelazadas,
cada historia dibuja un cenotafio
en los márgenes de la timidez,
esa forma tan dulce de esconderse y atraerse
igual que esponjas de invierno.
Me seduce la ola que vive en los amigos,
su playa engendra monstruos de melancolía,
espectros que no conocí
más allá de la frialdad de los miércoles
en viejos ejércitos de niebla.
¡Mis amigos!
¡Qué áspid la palabra hasta la cruz que invita
a la soledad a ser doble!,
después, los timbres, las auroras,
el alcohol náufrago,
las rodillas cansadas de verterse en el cubil
del ensimismamiento.
Y, sin embargo, un brote en cada segundo,
la lentitud mágica del diálogo,
el tacto invencible de la candidez,
los neones en la furia dócil
de este unicornio que los recuerda.
Y esos círculos sin regreso
porque ya no invocamos la raíz de las horas,
la luz que fulge sin heridas,
el fuego fatuo que lloró al ser noche
en los ojos blancos de la fugacidad.
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