Hemos dejado atrás la fría noche, la luna y el adiós.
Como una sombra, lejana al árbol,
camino en el ensueño de serpentinas y dulzor
hacia mi esquina sin rododendros,
huída que finge ser levedad
de rostros ambiguos
o ceniza en el corredor de no sé qué partida.
Llueven flores
porque la primavera es así
llora con pétalos, se vuelve virgen,
adopta la figura del jardín perdido
en la memoria de un día inexacto.
¿Y si alguien ha fenecido en la escarcha
o en el rocío blando de la compostura
y si la nieve ejercita su músculo
cuando abreva el río su caudal
y no existe el miedo
solo el solaz arbitrio de los cuerpos enternecidos
por un sol que acaba de caer
de su vientre hostil?
Acaríciame, sí, acaríciame
con tus mallas escarlata
y ese vino dulce que madura en tus labios,
acúname con la libido de los ejércitos que me pueblan,
hormigas de paso firme,
tallos que se encumbran
como narcisos alados
entre yo y mi sed.
Es la primavera suicida que acuesta sus nalgas en el temblor,
es la historia de un brote en el músculo imberbe,
es también la nostalgia de una ciudad
sin muros ni piedra,
ni lugares secos,
anhelantes de virtud y omoplatos vacíos.
Si me das la mano un viento sur crece,
ya somos orilla, vergel de alfombras
donde se escucha el clamor de una paz no consentida.
Nunca volveremos al arrullo de las abejas dóciles,
en qué tiempo, en qué año o día la máscara
que aún llevo por ti y ese abril que nunca muere
en mi látigo que rememora la inutilidad del fulgor en tu cadera,
en tu seno excelso de delfines
que juegan con el amor y sus pájaros
sin nubes ni horizonte, sin nido ni mañana.
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