Aquel bloc ajado, sin marcas, roto.
Las letras del infante,
palabras que son incógnitas,
un horizonte de paraísos falsos,
el idioma que no crece
con la estatura colosal de un himno,
el misterio y sus flores de artificio
en salvas inútiles.
Escribir para uno mismo,
el don de la clarividencia
como un eco amargo de canciones siempre dichas
en habitaciones oscuras,
la pausa sin magia y la doctrina
de los ciclos leves,
la inteligencia inmisericorde
que aúlla ante la falsa hegemonía de un dictado.
Y el verso cómplice, cáustico,
labrado en las eras de la vacuidad,
solitario en su jardín de estío,
amorfo en la latitud de unos ojos
que, al fin, comprenden el vacío
de su estéril mensaje.
Escribo para la ausencia,
es fácil,
no quiero ver mi ternura en la ceniza de un pobre galardón,
tan pobre como la voz afónica del los poetas sin sol,
atrapados entre el musgo y la codicia
que fluye hasta la paz donde lo igual
ya no es igual
al ardor de cien poemas luminosos.
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