Aquellos instantes de nube en la atmósfera
de un nido terne, el color apenas ingrávido
de las sombras, un murmullo de cercanía
como la lengua de un bípedo que ama tu piel
o tu himen. La luz eternamente blanca, la calidez
de un soplo que no arruga el tiempo. Hasta allí,
hasta el claustro dócil donde la ingeniería del corazón
extiende sus ramas y se renueva la sangre hacia
un dios sin memoria. En la versátil identidad de la flor,
en la ola que columpia su tacto líquido bajo los pies
del imberbe, el tallo que apunta un soliloquio, la ternura
que morirá con el círculo de este tronco que dibuja
el devenir(signos cuneiformes, jeroglíficos imperfectos)
en pestañas ausentes, las que serán en el futuro el haz
de los narcisos que buscan la tibieza de un pecho caído,
el rostro de la madre ya envejecido, la palabra que el padre
nunca dijo, el labio de una mujer que huyó de sí, la hija
insomne que se acuerda de la sal en la lágrima que le
rozó con su arcoíris de cien dentelladas azules.
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