Señales que
llegan con los pájaros, luz de fragua en los picos.
La amistad
es un nudo invisible que ahorca los silencios,
confidencias
de media tarde en las buhardillas
atestadas
de objetos enmohecidos,
un rectángulo
de claridad entre las sombras,
y los
propósitos y el desafío en las muecas
que fingíamos
ante los espejos como duendes malditos,
sin patria y sin país, con el corazón imberbe.
Quien
inventa mundos sucumbe a sus sueños,
palabras
que nadie dijo, imágenes que rotan en norias infinitas,
lo irreal
inventa a lo real para que nada sea real.
Los que
amamos el misterio de la luz vivimos en la noche,
al atardecer
las ratas asoman sus belfos diminutos,
tú y yo,
como jugando, elegimos la máscara,
el avatar
que busque entre las rocas un tesoro.
Y son los
rayos últimos un fulgor de sal
-el océano penetra en el dique, huyen o huimos, quien sabe-
entonces
murmuras epítetos nocturnos,
personajes
de cabellera malva que se arrodillan sin querer,
púberes
violentos que recogen del suelo las heridas,
su voz es
una paloma que descubre el insomnio de las plazas.
Todo lo que
hiciste fue inventar un código,
había un
halo frenético que colmaba el rizo,
tu perfil
de árbol, la dentadura viajando del portal del día
a la cueva
hospitalaria.
Aún guardas
el arma, los balines viajeros,
la madera
de boj en la culata, mis huellas en el percutor
y mi
ternura en las sienes.
Los múridos son pequeños dioses del abismo,
rozan con sus
bigotes vibrantes el pus de la vida,
la cal de la muerte, anuncian el dolor con vómitos de sangre
en los
hocicos, chillan cuando la enfermedad terrible
va a poblar
los corazones.
Y yo que no
supe cazarlas añoro su paso rápido,
su peluda
sombra, su fiel estigma que atormenta,
su sed y su
hambre royendo mis ojos, mi alma y tu nombre.
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