La gabardina heredada, lisa como la piel
que moja eternamente una nube de invierno.
Los jeans, azules de mar azul, los bolsillos raídos,
mis piernas que flotan con su sed de abrazo amante.
La chaqueta blanca de algodón blanco recibe la luz
sin el frío de los suburbios, cazadoras de apliques abruptos
con cremalleras que sufren el vaivén eterno de las
estaciones.
Un abrigo que se murió pronto ante la desnudez infinita
de mi cuerpo. Así es la ropa que vestía en las fotografías
aquel joven que ha dejado de parecerse a mí.
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