Lóbulo exacto, frente de ángel, marisma en sigilo,
ladrillos de esmalte, un esqueleto de titanio
que se mueve en ondas, el gran animal
que pliega su ala sobre los dormitorios,
el espejo como un ojo líquido donde las escenas son de
nácar,
el laberinto de la araña teje horas de juventud,
familias innúmeras en su concavidad sin piel,
ladran las paredes un soliloquio azul,
el cuévano orondo es una bóveda de estalactitas delgadas,
la voz de madre en el suburbio de las habitaciones
llama al consenso con signos mudos, innecesaria
la elipse de un adjetivo que todos nombramos en la
quietud.
El mosaico, el azulejo que ha perdido el color,
los grifos rotos, la muesca en la porcelana
donde el niño golpeó un sueño, las cortinas
del baño que escucharon canciones de agua,
el fulgor olímpico de los fogones, el aroma
como una nube infantil que agita el músculo
peristáltico
con zumos de natividad: el árbol que se oculta entre las
luces,
un misterio en el portal que dejó de ser misterio
al volverse piel de plástico.
Y el asombro de los libros en estanterías de abedul,
cómodas, polveras, cuadros, las cucharillas de alpaca
y la geometría en los suelos-un cuadrado marrón,
el otro azul- donde aprendí la estrategia de los cómitres
y sucumbí al monstruo de la edad con la última baldosa
del tiempo.
Mi hogar y sus molduras, las fotografías que
provocaron
al reloj, la caoba cautiva en pequeños cofres
que guardan la plata como jenízaros del azar
en la fútil verdad de los días neutros.
He regresado sin irme, contemplo
el hoy,
el ayer
y el mañana,
contemplo la claridad que bulle indolente,
y sé que no volverá otra vez esta luz que de pronto se agota,
pero también sé que habrá luces sin fin en mi
recuerdo.
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