Habitaciones. ¿Sólo una o diez?
No, la que irradia voces,
amanecer, claridad,
ecos de fotografías inquietas,
paredes sonámbulas
como un historia que nunca termina.
Pero el niño cruza los dinteles,
observa que los cuadros no hayan crecido
ni tampoco ese resurgir de telarañas
que le maravilla
con su estrategia de amor.
Es el otoño,
lo sé porque el aire de la luz llega tibio
como si las alas de un duende eclipsaran
la melancolía de los armarios,
el fúnebre azul de los espejos.
Madre dice: “Ramón, las golondrinas han huido
hacia un país poblado de lágrimas,
dibujos en el cielo,
alambres en las cornisas”
Tú lo has entendido, madre:
“ya no sabremos dónde su locura amanece,
en qué tejados ambicionan su hogar
de flechas y nieve,
porqué no han querido ser nosotros
entre zócalos de siemprevivas,
entre los lirios que se han llevado
ignorantes de que el sur
es un círculo que envejece”.
Espero aquí y ya soy ventana,
cientos de miles de ausencias se oyen:
qué diferente resulta el grito que invade los boudoirs,
se refugia en la plata
o descansa como un gato infantil
en las alfombras heridas
que sueñan con los ojos de Sherezade.
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