Salpica el agua su amor ingente.
Ciudad que existes sin mí,
ciudad sin aves en el cielo
ni plazas abiertas,
ciudad de escaparates dormidos y balcones sin dalias,
ciudad gris como un murmullo de claridad en la medianoche.
Nunca te oyes ni abres los brazos al día,
somos el laberinto que te puebla,
hormigas de infancia en los dinteles,
súcubos que buscan el sol en los escondrijos del alma.
Ciudad verde,
ciudad agua,
ciudad historia crepuscular de diócesis rebeldes,
catedral de musgo tu voz,
arcos y soportales que maldicen la lluvia,
jóvenes perdidos bajo tu caparazón de tortuga vieja.
Nos conocimos en un tren que silbaba argucias,
las lámparas amarillas en un rondo furtivo,
hachones del medievo que ensortijan tu virtud,
palabras que en el silencio se escriben con himnos de mariposas
y caen en los labios como un rocío azul.
En el bar los pronombres estallan sobre un mantel níveo,
quizá solo tú escuches el reloj que no late
o presientas oscuridad en la luz.
Mira como la gota lame el cristal,
afuera los relámpagos se ocultan,
el viento se calma y esta lluvia que baila insomne es la paz,
la consigna del beso húmedo
que arrastra con el carmín las horas perennes,
el vestido lunar con que el aguacero,
la piedra, los arcos y los soportales
la catedral y las palomas olvidadas,
nos cubrirán de ciudad
esta noche
sin estrellas.
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