Tan ambarina la luz y tan próxima tu ceniza. 
El hogar es un monstruo que ríe, 
su vientre plácido, 
mil ojos en la pared 
y esa pátina de tiempo 
donde viven las historias no dichas. 
Qué susurro de voz, armas de cristal, 
caobas y perfumes, el óxido virgen en los postigos 
y el aroma de las palabras cruzando el fiel de las habitaciones. 
Todos los azules de la infancia son un mar brillante, 
en un jersey perdido hay ríos de sudor y olores de naftalina, 
las fotografías igual que una cicatriz de oro gris 
que fija su mirada en el adiós. 
Pero hay también sombras que acicalan su misterio 
y el grafiti de una ventana oscura 
que esconde el marfil de los secretos tras un cedazo de virtud. 
Altas las filigranas- gotelé, yeso, acantos- 
infinitas las grecas de un mosaico vivaz. 
Y los sábados de invierno, la dalia impertinente de la lluvia, 
esa lluvia que golpea mi testuz, 
esa lluvia como canción que llora, 
esa lluvia que me recuerda a un equinoccio de alcantarillas
o al hilo de agua de una acequia que estalla en sunamis de dolor, 
en huidas bajo la catarata que cae hacia el lugar 
donde ya no estoy 
y moja el silencio 
y moja mi razón 
y te moja con el resplandor de las urbes soñadas; 
y nos elige, líquida sed, manantial que fluye 
como un narciso en la corriente, 
savia que algún día se volverá ámbar 
para ser eternidad de nuestro árbol.
 
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