lunes, 9 de marzo de 2020

Genealogía

Este hilo que penetra la arquitectura de una raíz,
la semilla en andrajos, el polvo exacto donde la sangre se derrama.

Este hilo que lanzo al albur de un cuerpo,
buscando latitudes, una sombra que me habite,
el flujo inabarcable de una sima.

Reconocí la piel bruna, apenas bendecida de claror,
la frente como un tótem hacia la interrogación de un diálogo,
los ojos perdidos en bronce, fragua que forja el carácter del extranjero.

Y el interior como un camino que recorre los pómulos con ijares de batalla,
la altivez infantil, con las pérgolas y el caballo de cartón,
el habano y el balancín de la mucama.

Eran rostros de isla entre vestidos blancos,
eran los músculos de mi faz sobre un carámbano de luz.

Heredé una comisura alegre y fui un iceberg insondable.

Ante el espejo me sentí un árbol que recoge sus ramas,
tantos los brillos, tantas las hormigas que transitan mis cabellos,
surcos de paz, lívidas ojeras, la nariz febril,
la boca muda de tanto hablar en silencio.

Podría describir los puentes, las marañas de cristal, los jardines en la niebla;
fotografías como petroglifos amantes, hojas caídas que tiznan mis labios,
el sin fin de mínimos gestos, la risa heredada,
el telar donde la estirpe continúa su dibujo
en el aire fugaz y, a la vez, eterno.

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