Es horrible el silencio.
Habla con las aguamarinas de mi frente,
confíame el rincón de tu suburbio,
el frenesí y las aceras rotas
-quién apagó el candil que iluminaba la insolencia-
cuéntame porqué la lluvia no amaneció en tus ojos
ni abril en tu memoria,
ni los linces en el sueño salvaje del amor.
Ahora dibujas corazones en los párpados
y un hospicio verde puebla tus pupilas,
inventarás un dulzor en la palabra
y dirás solo adjetivos pletóricos de senectud,
hojas verdecidas por el rocío de la ausencia.
¿Recuerdas el automóvil que envolvía los kilómetros en un sudario alegre?
El calor del verano se escapaba por las ventanillas
y las camisas azules refulgían al sol
como banderas de la luz.
Era la cal en las fachadas una piel de mar,
espuma breve en la comisura de tus labios,
ola que viste el hastío de la lengua
y le da color,
escamas
y sirenas fugaces.
Solo la sombra de tu cuerpo en el blancor fugitivo,
la toalla húmeda sobre el vientre
y un paso frío
alejándote del cristal,
próxima a mí como un felino en armas.
Compartimos una vez el púlpito de lo efímero,
cada bar con su látigo de pudor
dejaba cicatrices de pecado en los hombros
-la noche vibró igual que un músculo de metal,
obstinada en su insistencia por descubrir
el símil de tu voz-.
Hoy
el tiempo gime y tú lo oyes,
los minutos escapan ávidos de muerte,
proscritos de felicidad.
Y son las horas este viento que no cesa de marchitar el coloquio que inventamos,
en aquel oasis sin nombre al que te aferras
cuando vuelve a ti el deseo
como un resplandor estéril
en el mismo centro de tu ceniza.
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