¿Y si dibujara un áspid rojo en el cielo?
Así el dragón de mi juventud.
El cuerpo, como si amase a la luna
hincha su verdor y sonríe bajo las cuencas de la plaza vacía.
Aprendí a ser sol cuando vi luz en mi sombra,
creí en unas medias intactas,
nylon negro que aprieta los muslos con su lengua fría y dúctil.
Aquella boca la reconocí
-siempre confundo las bocas con los labios,
los labios con la palabra-
tan fina,
tan verbal
y púrpura.
Y habló con un deje triste
y yo imaginé su voz en el espejo
como una llamarada de cardúmenes sedientos.
Dijo: “la sed es un diamante húmedo,
en los ojales de mi vientre hay un volcán de serpentinas”.
La noche, quizá invierno, sólida,
reverberada en la desnudez de la piedra
sufría
porque la noche es prontitud, fuga o culmen,
no estática quietud de máscaras.
Y fue el latido del rojo en un vestido sin pudor,
y las botas altas que mordían la fe de las rodillas
cuando mi latitud soñaba con un puerto franco
entre sus columnas abiertas.
Confundir la virtud con el miedo
convierte el aire en un soliloquio antiguo
de lágrimas hostiles.
Su nombre son todos los nombres bajo un semen azul;
y vino la lluvia y ese frío danzante
como el muérdago recién nacido,
tan oscuro, tan mágico,
tanta su blandura al rozar la bienvenida de una piel entregada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario