jueves, 2 de agosto de 2018

Una visita al Guggenheim

¡Qué plácida está la mañana!

El canal escribe en las orillas la memoria de siglos,
fachadas aúreas, balcones de madera granate,
el olor del mercado
que fluye en el otro margen del río.

Hay un latido del metal,
su faz se desdobla y es un perro que se iza,
un sueño de flores en el vientre,
la araña y sus hilos de hierro
sobre las cabezas rutinarias.

¡Venid, infantes de los ojos dormidos!
Aquí los sueños convencen a la luz,
las grupas del cristal os alzarán al manto gris del día
y veréis las imágenes infinitas
que un cerebro puede crear
desde los laberintos de la nada.

Adaptarse a la tácita sinergia de los grupos informes
-yo, el habitante solitario, soy pasillo, tubos, arcos concéntricos de quietud-.

Y brota la ternura que ama la ficción,
videos de tiniebla, color y pesadumbre,
una chispa en la performance,
objetos desubicados sin raíz ni espejos.

La luz, la luz y el sordo cantar de la salmodia
que reconoce los cuadros, la penumbra en Chagall,
los animales que vuelan, la dacha,
rostros invertidos, escenas de campo y de interior,
el rojo, el amarillo y el azul…

París en cubos como triángulos de acero,
las ventanas abiertas hacia la irrealidad.

¿Qué hora es? Es la hora del agua y de los puentes,
la hora de regresar a mí sin rencor,
a mí o a mis ojos sin primavera;
a mí o al tiempo de las cruces
y los mitos,
a la recóndita ilusión donde vive ese otro yo
que no se acostumbra a ser feliz.

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