Te vi sobre un junco al atardecer,
la brisa sorprendía a las veletas,
el frío nombraba los eclipses,
la huida era un verbo sin adjetivos,
el cielo rompía en olas de mercurio,
quizá inventé tu edad.
Pero te vi y recordé de pronto las áreas gramaticales,
la geometría, una ecuación que nacía en la cruz de tus rizos,
el enjambre de los logaritmos que te vestían
con la exactitud blanca de lo intangible.
Y fui el lugar donde se acuesta el libro de tu noche,
fui la atmósfera que aún no ha brotado en el corazón de los días,
en la ternura hecha flor de invierno.
Acércate, conversa con mi silencio,
que tu mirada viaje del tornasol a la aurora,
que mis ciervos descansen en el claro vientre de tu espejo,
que un dios recoja el verde que se derrama desde tus ojos a la niebla,
desde el atril del ensueño a la garza, con su nostalgia impoluta,
ave de los océanos, canción secreta de la virtud.
Has dicho: agua en mi labio, has dicho: candil entre los cuerpos
o rojez de pieles que no reconocen la espesura.
Yo te doy relojes sin horas, trenes del olvido,
nubes que regresan a la química del oxígeno y la diáspora,
canciones antiguas en vinilos rotos,
la mansedumbre del espía que mana de lo secreto,
la loca idiosincrasia del perdedor.
Elevarse hasta los soliloquios, mi jardín de palabras será tu bosque,
en los ruegos del arcángel verás la infinitud,
en mis manos un laberinto de ríos que no fluyen.
Ahora que somos el eco de una voz,
préstame la calma, la voluntad de erguirte,
el astro que no anuncias, la fe que un día hallaste
en los microscopios, como una célula de amor
que nunca se arrodilla, que se alza altiva
lo mismo un girasol ante el crepúsculo que llega.
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