Como el algodón que invoca a la tersura,
como la agónica sensación de huir del equilibrio,
igual que un ciempiés que no deja huella en el azul del cielo,
lo mismo que una perla sin océano o un mandril sin árbol,
como la primavera en los ojos de la nieve o los ejércitos del humo
en una atmósfera sin nubes.
Después del aliento de los ángeles,
en el territorio de la mandrágora y el lienzo verde,
cactus invisibles en la raíz de un párpado mojado;
y tú en el laberinto, como una novia triste en la córnea infeliz del Minotauro,
su sed de boca roja sentí a veces abriendo las puertas de tu casa
que no es dédalo sino línea contra línea en los metros cuadrados de la noche.
Como el agua sin orillas que cae en el vértigo,
igual que un cetro sin corona, sin pedestal,
sin trono ni avispas blancas en las sienes;
lo mismo que una nave en el istmo, como república del dolor,
como estatua de vértebras al sol, como la fe de los enanos,
pequeña, sin revelar, guardada en el corazón del destierro.
Así la geoda de tu vientre, el misterio de tu alba,
la caricia torpe del reptil, el rubí arcaico que no reluce,
la rosa sin pudor en tu ingle. Y las lunas que son átomos
y los átomos, tu virtud, que me entregas, desolada.
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