Qué lienzo de nácar,
qué ola se encumbra bajo las cornisas viejas,
qué lentitud hay en las gasas de los ventanales que orea el viento ártabro,
qué fría ceniza la del adoquín donde la huella deja pétalos,
surcos blanquecinos, migajas de un oleaje de albañal.
qué ola se encumbra bajo las cornisas viejas,
qué lentitud hay en las gasas de los ventanales que orea el viento ártabro,
qué fría ceniza la del adoquín donde la huella deja pétalos,
surcos blanquecinos, migajas de un oleaje de albañal.
Ciudad sin rayos, ciudad esdrújula de fémur infantil,
de uñas de arena en los costados, ciudad martillo y piedra ocre,
de losas enjalbegadas por el musgo y la flor de la humedad,
ciudad sin versos, angosta tras su ombligo de plazas recoletas,
ciudad de luz en los soportales, risa de meiga en los diques.
La heroína iza su faldón, apunta con su flecha color púrpura,
al galeón, al desfile de pañuelos negros, al dorado de los pendientes,
a la calavera y las tibias que luce la enseña del pirata.
Y se yergue, María, ¡qué altitud en su bajura, qué astro en los ojos,
qué pundonor de hembra en carne viva!, el latido de su corazón,
como un estruendo, retumba en los pantalanes,
palpita en las galerías de cristal, revive en los cruceiros,
la colegiata enfebrecida arroja su sexo de campanas
a la noche de fuego azul.
Junto al mar un cormorán nada con cresta de oro,
el faro expele un haz puro sobre los ribazos, las olas ebúrneas,
el cantil y la bocana del puerto, donde las gaviotas chillan alrededor
de los pesqueros, pesqueros blancos y azules que recortan
con su proa las colinas del agua, el cadáver del día,
las últimas llamas de un ocaso que, vencido, se acuesta a poniente,
esfera de luz entre las sábanas del océano, dormitan los delfines
bajo un licor de esponjas.
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