Yo la llevaba en un párpado
como una nube de marfil.
Enero y sus branquias,
la perdida veleta que no agita un viento sur,
el silencio de la ausencia en horóscopos
sin letras
ni astros
ni azul celeste.
Las gaviotas me enseñan el desvarío,
circulan, trazan episodios insomnes que traspasan los
corales del día,
se arrojan al abismo con alas ciegas y nunca gritan,
jamás el latido de su ser se desnuda en el aire.
Qué lejanía,
en qué mar pudoroso,
donde su perfil altivo de volcán y fruta,
acaso la tierra negra reciba mis pisadas como un
molde,
igual que el crisol guarda en su memoria la cera
virgen de la alegría.
Desde el país verde,
húmedo,
de árboles arracimados
sobre colinas que enmarañan la sombra,
desde el oleaje que brinca sobre la fe de los nautas,
perdido el salvavidas de la juventud;
estoy aquí en el vuelo de un avión que no designa mi
nombre,
entre murmullos y silencios,
el sol poniente en mi faz,
la duda como una rosa débil que sostiene un tallo de
hilos blanquecinos,
el pasado que es un adiós perenne
como la arena fugitiva entre las olas,
el pasado que es un almíbar rocoso,
petroglifo que guarda la singladura fósil de los recuerdos,
designio que palpita en mi oráculo.
Como una llaga en el océano
la isla responde al suicidio del albatros,
siempre me dijeron que en el trópico las lluvias son
un haz
que te baña de luz y palmeras de agua.
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