Noventa y siete escalones que me hablan.
Al empujar la puerta de caoba (dorados pulcros)
el espejo me devuelve al pasado: al niño, al joven,
al hombre moreno que se oculta en la penumbra.
La luz amarilla es un sol triste
que se vierte en las paredes como una cálida mano de
abuelo,
al fondo del pasillo mi imagen me llama con voz
antigua;
cuelgan los cuadros:
paisajes de pueblo,
el rostro bruno de una muchacha alegre,
la bruja subida a un risco da vida al aquelarre.
Y no hay olor a legumbre,
ni se escucha el reloj de pie,
ni canta la criada,
ni hay risas en las habitaciones,
ni ropa en los armarios.
En el salón la cómoda eleva su testuz con peinado de
plata
(un juego de café, una bandeja, un cristo grabado),
el papel de flores ya no es un jardín
solo muestra tallos desvaídos,
una pátina oscura de abandono,
la mesa redonda con su falda de algodón
no esconde el brasero,
el sofá y las sillas añoran ser perfil de cuerpos,
abrazo de mediodía,
eco de las palabras familiares.
En el espacio vacío mis botas suenan a juegos de infancia,
a timbre de teléfono, a conversaciones secretas.
La ventana se ilumina con un sol imberbe,
en su cristal viven todavía los sueños que imaginé
en las largas horas de lluvia,
cuando el atardecer era la noche
y las calles aún no conocían tus pasos.
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