martes, 10 de noviembre de 2020

Oda a los abuelos

 
Así sentados parecen ser nada, un árbol sarmentoso,
un fósil erguido, una sombra en la luz. Galopan aún altivos
los ríos de la jauría, la salvaje atmósfera de lo imposible,
el jardín prohibido de las luciérnagas. Nunca se miran
porque cada uno ve al otro en su interior como un sol lánguido
que aún calienta las ascuas donde llovió el tiempo. Los hijos,
igual que un reflejo del néctar de la vida, no entienden la red,
la telaraña, el telar que les une. Otra música en el misterio
de la luna, otro ardid de lenguas heridas, el alud de los vientres
recíprocos como un mausoleo de fotografías sin nombres,
textos que nadie escribió, palabras en la nube de las historias
circulares. Los viejos callan sus horas vírgenes, es de vidrio
el ojo, en las venas suda el ardor húmedo de la tempestad
proscrita. Aunque jamás se miren los dos verán lo mismo,
porque han nadado hacia la misma orilla y allí solo existe
un mundo que nadie más conoce.

 

 

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