Hoy imagino que estuviste allí,
en el hogar de la piedra.
Venías en un tren vacío, de hojalata y hierro,
tan ausente como un pájaro perdido.
Te convertí en mi sombra
y me entregué a ti en un susurro cómplice,
sin palabras, solo imágenes
de avenidas,
de noches
y días
y días
y noches
donde aún no existe tu rastro.
Podrías esconder mi huella
para que nadie recoja la guirnalda del tiempo
y seguir
y presentir
la música o la simpleza de las tardes tibias,
mi cuerpo que inventa escenarios
en los posters de los cines
y siempre tú, rostro etéreo,
mural que se superpone a la herida nueva
con un mensaje de oro y plata.
Me importa que el resto de mi vida te pronuncie
pero no el sol que se abre en las mañanas de la ciudad
desconocida,
tantos los crepúsculos sin flores,
tanto el sonido de los pasos
sin tu ritmo, inexistente.
Busqué la luz en los cilindros que el alcohol tizna,
las palabras insólitas, las ideas en un odre que sabe
a sal,
a la sal que pudre los silencios.
Te pensé en el oscuro pub
y eras cuervo blanco,
te quise en los soportales bajo una lluvia de olas,
volví en la madrugada después de oír al cantautor,
en tu proximidad,
que más tarde intuí
como una sentencia de futuro.
Y aunque no hayas existido en el crisol donde el reloj
y la aurora coinciden,
yo te creé en el recuerdo para que una línea invisible,
el hilo que une el misterio y el porvenir
nos dibuje juntos, entretejidos por el deseo
y la fantasía de ser una sombra sobre otra.
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