Vanos invisibles que cruzo desde la oquedad,
lugares con nombres y escenas sin mañana,
palacios que nadie vio en tu sonrisa volátil.
Siempre abriendo hojas de cristal, de hierro,
pulidas maderas de ébano, caoba, pino o boj,
abiertas a la noche sin madrugada, cerradas
con cerrojos que el óxido corroe, bisagras mudas,
manillas de oro en los edificios blancos.
Qué hay detrás de un rectángulo enhiesto,
encajado en su cerrazón como un dios obtuso.
Docenas de puertas y una sombra en el dintel,
espejos que nos miran y sueñan con otro,
la última puerta en el azogue que día tras día
violas como un ruiseñor viola con su canto
el incendio de la luz. Hasta el sonido antiguo
de los goznes que chirrían bajo el umbral
sin horas que traspasará tu cuerpo.
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