La rutina de los días es un presagio
pero, a veces, se agota su desliz.
Domingo de tren húmedo,
mi bolsa y un libro sin magia
que abro en el vagón.
Ella crece y es carne,
la estancia cruje y la soledad es univoca,
un escenario de humo.
Espero una mirada o la luna en el cristal,
el silencio marca el signo de los minutos,
su ceniza como un desprendimiento en la orilla
de un espejo ciego.
Yo pienso en los cordones del alba,
en la imagen que se dobló en la ventolera de una tarde,
en la coincidencia de morir y renacer
bajo sus ojos de espiga.
Dice la palabra la noche y contesta su cintura,
digo que un café espera en la mortaja de un bar
y acepta la incógnita
como si los pájaros no recordaran
la migración de su especie.
Hablar de hilos perfectos, de visillos entreabiertos,
la indolencia del pelo que peina un duende,
los lugares comunes que tejen un paisaje
donde el sentir busca al amor
y el amor encuentra su eco.
Y el final como una promesa y los alfiles que deja su sonrisa,
mi recuerdo fija en las manecillas del reloj el instante
en que la aventura fue un señuelo del porvenir,
la ilusión cristalizada en una boca que cita al futuro
sin querer.
Las golondrinas rompen su cerviz contra la madera del alero,
así yo perdí mi isla, de ella nacieron los últimos monstruos
que siempre me acompañan como dioses que maldicen
haberme entregado una hora de su luz.
domingo, 27 de septiembre de 2020
La ilusión rota
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